Queridos diocesanos:
La Semana Santa es la época del año en que la Iglesia celebra los «misterios de la salvación» realizados por Cristo en los últimos días de su vida, comenzando por su «entrada triunfal» en Jerusalén el Domingo de Ramos y terminando por su resurrección el Domingo de Pascua, después de haber pasado por la pasión, la muerte y la sepultura, que ocupan los días del Jueves, Viernes y Sábado Santo.
El Papa Francisco ha convocado a toda la Iglesia a celebrar el “Año Santo de la Misericordia”. La Semana Santa de este año, por tanto, es una oportunidad inmejorable para tener una vivencia personal de la Misericordia de Dios, participando con fe y devoción sincera en las celebraciones litúrgicas, las procesiones, Vía-crucis y otras formas de piedad.
Particularmente, es fundamental que nos acojamos al perdón de Dios, reconociendo y confesando nuestros pecados ante un sacerdote, en el Sacramento de la Reconciliación. «Vuelve al Señor, abandona el pecado, suplica en su presencia y disminuye tus faltas… ¡Qué grande es la misericordia del Señor y su perdón para los que vuelven a Él!» (Eclesiástico 17, 21.28).
El Papa no se cansa de repetirnos que Jesucristo es “el rostro de la misericordia de Dios Padre”. Es decir, que Jesucristo con sus palabras y acciones, con toda su vida, realiza plenamente la misericordia de Dios para con nosotros y con todos los hombres. Como manifiesta San Pablo en la Carta a los Efesios, “Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo –¡ustedes han sido salvados gratuitamente!– y con Cristo Jesús nos resucitó y nos hizo reinar con él en el cielo. Así, Dios ha querido demostrar para siempre la inmensa riqueza de su gracia por el amor que nos tiene en Cristo Jesús” (Ef. 2, 4-7).
“El amor de Dios se ha hecho visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona y ofrece gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión” (Papa Francisco).
Existe, por así decirlo, una misericordia del corazón y una misericordia de las manos. En la vida de Jesús resplandecen las dos formas. Él refleja la misericordia de Dios hacia los pecadores, a los que siempre ofrece el perdón e invita a un cambio de vida, pero se conmueve también de todos los sufrimientos y necesidades humanas, interviene para dar de comer a la multitud, curar a los enfermos, consolar a los tristes, liberar a los oprimidos. De Él el evangelista dice: «Tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8, 17).
Pero, sin duda, donde más resplandece la misericordia es en la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Por eso, la celebración de la Semana Santa es el mejor hogar y la mejor escuela de la misericordia. Ahí contemplamos la misericordia ejercida a costa del sacrificio de la propia vida, “con sangre, sudor y lágrimas”, por nosotros y por nuestra salvación. Sí, por nosotros, por ti y por mí, por todos. Como san Pablo podemos decir en primera persona, “me amó y se entregó por mí” y, también como San Pedro, “sus heridas nos han curado”. Al contemplar a Cristo no sólo aprendemos lo que es la auténtica misericordia, sino que comprobamos que la ejerce con nosotros y, también, que estamos llamados a ejercerla con los demás, pues, como dice San Pedro “Cristo padeció por nosotros y nos dejó un ejemplo a fin de que sigan sus huellas” (1Pe. 2,21). El mismo Jesús nos pide: “sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso” (Lc. 6,36).
En el relato de la Pasión de Jesucristo que leemos el Viernes Santo, San Juan nos muestra la escena del costado de Cristo traspasado por una lanza del que al punto brotó sangre y agua. Es como una síntesis del sentido de toda la pasión del Señor. La lanza representa la maldad humana, el testimonio de que somos pecadores. Ante esto, del mismo costado herido por la lanza brota “sangre y agua”, es decir, nuestra salvación. La propia mirada puesta sobre el costado traspasado de Jesús, «volverán los ojos hacia Aquel al que traspasaron», me revela que soy pecador al tiempo que me abren al perdón, la misericordia, la reconciliación, la regeneración y la posibilidad de una vida nueva.
La Iglesia siempre ha visto en esta escena el origen de los sacramentos, particularmente el bautismo (el agua) y la eucaristía (la sangre). En efecto, Cristo muere víctima del pecado y la maldad de los hombres, pero Él, de su muerte, hace brotar el perdón y la salvación para todos. Por Cristo, “por su Sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados” (Ef. 1,7). Esta es la esencia de la misericordia. Ante el rechazo y la agresión, Dios no responde con la venganza y la destrucción de los pecadores, sino ofreciéndoles remedio para curar la maldad de sus corazones. “¿Acaso quiero yo la muerte del malvado -dice del Señor-, y no que se convierta de su conducta y que viva?” (Ez. 18,22). Jesús mismo lo repitió de diversas formas: “no he venido a buscar a los justos, sino a los pecadores”, “no necesitan médico los sanos, sino los enfermos”. Y san Pablo nos dice con toda claridad: “En efecto, cuando todavía éramos débiles, Cristo, en el tiempo señalado, murió por los pecadores. Difícilmente se encuentra alguien que dé su vida por un hombre justo; tal vez alguno sea capaz de morir por un bienhechor. Pero la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores” (Ron. 5,6-8).
Esta es la clave para comprender el sentido de la Semana Santa y celebrarla con provecho espiritual. Les invito a situarnos en la verdad de lo que somos: “pecadores necesitados de la misericordia de Dios”. Quizás nos falte sentido del pecado y nos creemos buenos y, en consecuencia, no necesitados de la misericordia de Dios. Pero estamos en un error. San Juan en su primera carta nos previene: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos y purificarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos pasar por mentiroso, y su palabra no está en nosotros» (1Jn. 1,8-10).
Si no reconocemos nuestros pecados, corremos el riesgo de no entender la locura que hay en el amor de Dios que se ha hecho hombre, hasta el punto de morir en la cruz como consecuencia de la maldad humana. Con esa misma muerte nos ofrece el remedio: “sus heridas nos han curado”. Acoger la misericordia supone que se tenga conciencia de la propia miseria y confiadamente ponerse en manos de Dios. Él, siempre “compasivo y misericordioso”, acoge dicha miseria, la asume, la transfigura y nos la devuelve transformada en perdón y vida nueva. La misericordia tiene sentido si somos conscientes de que la necesitamos.
Si nos detenemos con atención a contemplar cualquiera de las escenas de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, nos damos cuenta que en todas se repite esta dinámica, ante las agresiones, desprecios, abandonos, etc., Jesús siempre responde con el perdón, la compasión, el consuelo. Como proclamamos en la liturgia de la misa, Cristo, “compadecido del extravío de los hombres, sufriendo la cruz, nos libró de eterna muerte y, resucitando, nos dio vida eterna”.
Sí. La Semana Santa es hogar y escuela de la misericordia. Entremos con fe al calor de este hogar donde Dios, como el Padre de la parábola del Hijo Pródigo, nos espera con los brazos abiertos, para abrazarnos con su misericordia y su perdón, para darnos nueva vida en Cristo.
† Bernardo Álvarez Afonso
Obispo Nivariense