(Transcripción homilía)
Un saludo fraterno y agradecido a todo el pueblo sacerdotal, tanto a los aquí reunidos como a aquellos que nos siguen a través de Popular Televisión y Cope Tenerife y Cope La Palma. Mi cordial bienvenida a todos vosotros cristianos laicos, religiosos, religiosas, que hoy compartís esta eucaristía con los sacerdotes diocesanos y los sacerdotes religiosos, junto con un buen número de hermanos presbíteros provenientes de otras diócesis que nos acompañan estos días de Semana Santa y prestan servicios en distintas parroquias, sean también bienvenidos y gracias por vuestra colaboración en nuestra iglesia diocesana.
Queridos vicarios, generales y episcopales, señor Deán de Cabildo Catedral, sacerdotes todos. Como ya sabemos, este es un día especial para nosotros. En la introducción a la Eucaristía se nos recordaba que esta misa presidida por el obispo es una de las principales celebraciones que pueden acontecer en la Iglesia diocesana puesto que se manifiesta de un modo visible el misterio de la Iglesia en su conjunto. “La misa crismal que concelebra el obispo con los presbíteros y en la que se consagra el santo crisma y se bendicen los restantes óleos, ha de ser tenida –dice el Misal Romano- como una de las principales manifestaciones de la plenitud sacerdotal del Obispo y como un signo de la unión estrecha de los presbíteros con él”. Les agradezco a todos el esfuerzo realizado, sobre todo a los provenientes de las otras islas, para estar aquí hoy manifestando esa comunión con el obispo y entre nosotros.
Es la segunda “celebración crismal” que realizo como obispo desde mi ordenación episcopal. En este año que ha pasado, desde la última Misa Crismal, en relación con los sacerdotes hemos tenido que vivir el dolor de la pérdida de hermanos nuestros que han fallecido: Don José Díaz Mesa, don Miguel González, don Luís Reyes, don Buenaventura Herrera, don Salvador Miralles. También el padre Benito Lagos que, aunque ya no estaba aquí, pero era de los sacerdotes de Verbo Encarnado que trabajó con nosotros en Arico y que poco después de ser trasladado a Italia falleció. También este último año ha sido motivo de dolor la enfermedad de varios sacerdotes, por las dificultades o las crisis personales que también han vivido, y continúan viviendo, algunos sacerdotes. Por tanto, al considerar todas estas circunstancias “nuestros ojos están fijos en el Señor esperando su misericordia” y le suplicamos por aquellos que han fallecido y por los que pasan por alguna dificultad en su cuerpo o en su espíritu.
Por otra parte, este año se cumplen las Bodas de Plata y de Oro de un buen número de sacerdotes, y en esta celebración damos gracias a Dios por su fidelidad y por su perseverancia. Nuestro antecesor, nuestro querido Felipe Fernández que cumple este año cincuenta años de ordenación sacerdotal y, si Dios quiere, estará con nosotros en las fiestas de San Juan de Ávila en Mayo. También don Mauricio González, don Alonso Méndez y don Ramón Padilla. A ellos hay que unir los religiosos don José Ventura, Padre Palotino —natural de Granadilla— que prácticamente ha dedicado su vida y ministerio en San Isidro y el Médano, así como el Padre Franciscano Ignacio Sáez Elejalde, que también lleva con nosotros trabajando muchos años, especialmente estos últimos en la parroquia de la Candelaria de la Cuesta.
Y también es un año de gozo para nosotros por las Bodas de Plata sacerdotales de aquel gran número de sacerdotes que fueron ordenados por el Papa en Valencia, en la primera visita que Juan Pablo II a España; en aquella celebración multitudinaria fueron ordenados varios seminaristas de nuestra Diócesis que ahora cumplen 25 años de sacerdocio: don Daniel Padilla, don Manuel Ángel Izquierdo, don Diego Carmelo, don Fernando Lorenzo Matías; a los que añadimos a don Manuel Navarro, que aunque no estaba en la diócesis entonces, sí que está este año trabajando entre nosotros en San Juan de la Rambla; y también recordamos a Ramón García Guardado, capellán castrense, que duramente muchos años también trabajó entre nosotros, así como el Padre José Bernardo, sacerdote del Verbo Encarnado, actualmente párroco en Arico, que también está aquí en esta mañana. Por todos ellos damos gracias a Dios, por su fidelidad y por su perseverancia y también les encomendamos al Señor en esta eucaristía.
Motivo de gran alegría de este último año ha sido también la ordenación de seis nuevos sacerdotes: Alberto Hernández, Gustavo Damián de la Rosa, Aníbal Antonio Hernández, Jesús Daniel González y Anatael Medina, los primeros a quienes he tenido el gozo de ordenar presbíteros desde que inicié el ministerio episcopal.
Todos nosotros, hermanos, estamos llamados, como decía la lectura que hemos escuchado del evangelio, a anunciar la buena nueva de la salvación, a dar libertad a los oprimidos, todo eso que creemos que realizó Jesús, el Señor ahora nos lo ha pasado a nosotros. Pero, nos lo ha pasado, no como un encargo o como una tarea que tenemos que realizar por nosotros mismos y con nuestras propias fuerzas, sino que nos ha ungido con el don del Espíritu, como fue ungido Él. Por eso podemos decir aquí, en esta mañana, que la escritura que acabamos de oír se cumple en cuantos participamos en esta eucaristía. En el pueblo de Dios todos están ungidos por el bautismo, y todos son presencia de Cristo en el mundo y en la historia: laicos, religiosos, religiosas. También nosotros por el bautismo hemos recibido esa unción, pero nosotros además hemos recibido la “unción del sacerdocio” para la misión. Se nos ha dado el Espíritu para que en nombre y en representación de Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, realicemos la misma misión que el Señor realizó. Es decir, entregarnos al servicio de Dios y de los demás, hasta dar la vida.
Por eso, en esta celebración, adquiere un relieve especial la renovación de las promesas sacerdotales. Dentro de unos momentos, públicamente, de manera visible, en voz alta y, al mismo tiempo, en conciencia y de todo de corazón, ante Dios y ante el pueblo cristiano vamos a renovar aquellas promesas que hicimos el día que fuimos ordenados. En aquel momento tuvo lugar un principio nuevo en nuestra vida: fuimos conformado con Cristo sacerdote y se nos dio una nueva gracia, una capacidad nueva que el Señor infundió en nosotros. De este modo un año más, en esta misal crismal, nos situamos en el origen de nuestra vocación, en la primera hora de nuestro ministerio. Allí cuando el Señor nos consagró para ser sacerdotes. En la ordenación, recordamos que se nos dijo: “El Señor que comenzó en ti la obra buena, que él la lleve a término”. Se puso de manifiesto en esas palabras que el Señor es el que obra todo en todos. Pero sabemos que también nosotros hemos de corresponder con “alma, corazón y vida” a ese don que Dios nos ha dado, para que así alcancemos todo aquello que el Señor desea de nosotros, “yo os he elegido para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure”. La gracia que recibimos, a veces, puede que la perdamos de vista. San Pablo a su discípulo y hermano en la fe, Timoteo, le tiene que decir aquello de “no descuides el carisma que hay en ti. Ese carisma que se te comunicó por la imposición de manos, de mis manos y del colegio de los presbíteros”.
¿Por qué Pablo tiene que decirle a Timoteo no descuides el camino? Pues porque, justamente, aunque el don de Dios es permanente en nuestra vida —decimos que el sacramento del orden imprime carácter y es irreversible—, sin embargo, nosotros en la acogida y despliegue de ese don podemos descuidarlo. Por eso es necesaria esta renovación anual, que no es un puro formulismo, sino que ante todo es expresar de un modo nuevo, y con mayor conocimiento de causa, nuestra voluntad de acoger ese don y dejar que despliegue en nosotros todas sus virtualidades. “El Señor me ha ungido y me ha enviado para anunciar el evangelio, liberar a los cautivos, devolver la vista a los ciegos”. Realizar en la vida el ministerio sacerdotal es desplegar toda la eficacia de esa unción que hemos recibido en el orden. Por eso, la palabra renovar aquí, más que ser un acto nuestro, una especie de voluntarismo por nuestra parte, debe ser, ante todo, renovar nuestra confianza en Dios, es decir, fijarnos más en lo que Dios hace y está haciendo en nosotros, y, desde nuestra pobreza, renovar nuestra voluntad de corresponder a ese don de Dios con mayor diligencia y fidelidad. Lo primero y más importante no es nuestro propósito, sino que Dios sigue siendo fiel, que su llamada es irreversible, que ni siquiera el pecado, ni nuestras infidelidades, han anulado la llamada de Dios, ni han hecho retroceder a Dios ante la llamada que nos hizo. Renovar hoy el sacerdocio es renovar la confianza y la seguridad de que “quien nos ha llamado es fiel”, y Él es el quien realizará en nosotros todo eso que El mismo nos ha dado. Esta es en definitiva la renovación que os invito a hacer, la acogida libre y responsable del don de Dios que hay en nosotros.
Fijaos, cuando en los días de mi Ordenación Episcopal se me preguntaba, bueno ¿cuáles son sus planes?, ¿cuáles sus proyectos pastorales? Yo siempre repetía eso que me han oído muchas veces: En la Iglesia siempre tenemos que “corregir” lo que va mal, “impulsar” lo que está bien para que siga desarrollándose más y mejor, e “instaurar” lo que nos falta. Eso que lo decimos de toda la acción pastoral tenemos que aplicarlo a nosotros mismos.
En efecto, también, puede haber en nuestra vida (personal, cristiana y sacerdotal) cosas que deben ser corregidas, hay podas que hacer, hay basura que tirar. Asimismo, en nuestra vida hay que impulsar aquellos dones y valores que tenemos y que, a veces, los dejamos a medias; nos pasa como en la parábola de los talentos, que no desarrollamos, que no desplegamos toda la vitalidad que Dios ha puesto en nosotros mediante los dones naturales y nuestros dones de gracia; por tanto, siempre debemos impulsar todo lo bueno que hay en nosotros mediante la formación, la oración y el propio ministerio. Y en tercer lugar decimos instaurar lo que nos falta; puede suceder que en nuestro ministerio hay aspectos importantes que, quizás, hemos abandonado, descuidado o dejado de lado, como si no fuera con nosotros. Por ejemplo, antes hacía referencia a cómo este último año hemos tenido que sufrir con dolor la pérdida de hermanos queridos que han sido llamados a la eternidad, pero —especialmente— todos hemos sufrido la debilidad, la crisis, la tentación de abandono del ministerio de algunos hermanos nuestros. Es necesario instaurar en nosotros una preocupación personal por los demás hermanos sacerdotes, a quienes estamos unidos por la “fraternidad sacramental”, que implica sentir al otro como alguien que me pertenece. A veces da la sensación de que las crisis de los sacerdotes o los problemas de los sacerdotes son sólo asunto del Obispo, de los vicarios y del delegado para el clero… Es, también, responsabilidad de todos, es y tiene que ser objeto de la atención, de la oración, del cuidado, del cariño de todos. Les invito, pues, a instaurar en nosotros esa mayor conciencia de fraternidad, de comunión, de sentirnos la gran familia presbiteral.
En fin, hermanos, renovar hoy el sacerdocio es renovar nuestra confianza en la fidelidad de Dios y en el poder de su gracia para corregir, impulsar e instaurar todo lo que sea necesario en nuestra vida y ministerio presbiteral. Cuanto mayor es nuestra debilidad, cuanto mayores son nuestras dificultades, más tenemos que apoyarnos en Dios, pues sin El nada podemos hacer.
Si me lo permiten, tomando un texto de San Pablo, en la segunda carta a Timoteo, conocido de todos, y con el cual el papa Juan Pablo II inició la Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis. El texto dice: “Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti, por la imposición de mis manos, porque no nos dio el Señor un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza, no te avergüences pues ni del testimonio que has de dar de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero, sino al contrario, soporta conmigo los sufrimientos del evangelio ayudado por la fuerza de Dios” (2Tim. 1,6-8). Este es el texto conocidísimo, donde se le pide al discípulo Timoteo, que reavive el carisma que está en él. Reavivar sólo se puede reavivar lo que no está apagado, un fuego puede que esté ofuscado, cubierto de cenizas, puede parecer que no hay nada, pero quedan los rescoldos; así es el carisma del sacerdocio, está dentro de ti, a veces como un rescoldo, pero el don de Dios no se ha ido, no se ha perdido. Dios es fiel y sus dones son irreversibles: ¡reaviva el don, el carisma que está dentro de ti!
¿Por qué hay que reavivarlo? ¿Por qué tenemos que tenemos que hacer hoy la renovación de las promesas sacerdotales? Insisto, no como una fórmula vacía de sentido, sino un renovar y reavivar “en espíritu y en verdad”. Un reavivar que no es sólo de hoy con unas palabras, sino un reavivar que supone la tarea de retomar de aquí en adelante mi ministerio, mi vida sacerdotal, de un modo nuevo. Reavivar, aunque sintamos que sólo queden unos rescoldos. Unas brasas que ya están casi apagadas, ocultas en la ceniza, resulta que las reavivo y en seguida brota la llama. Es cosa de un momento, pero hay que soplar, reavivar. Igual en nosotros, hemos de reavivar el carisma recibido porque en cada uno este don puede oscurecerse, dormirse, perder luminosidad, no ser percibido en toda su fuerza y en consecuencia ser un don ineficaz para nosotros y para los demás. Aunque ya no lo sintamos, aunque tengamos esa sensación de haber perdido el carisma de la vocación, en realidad no ha desaparecido. Este don se puede reavivar como se reaviva el fuego bajo las cenizas.
Podemos preguntarnos, ¿qué es lo que lo ofusca a este don? ¿Qué es lo que puede ocurrir? ¿Qué le pasaba a Timoteo, que Pablo tiene que decirle ¡reavívalo!? ¿Qué crisis estaba pasando el discípulo para tener que decirle reaviva, renueva? ¿Qué crisis estamos pasando nosotros, que hagan falta estas palabras fuertes? Por el contexto de la carta de San Pablo a Timoteo, podemos extraer que el discípulo, que Timoteo, ha perdido la confianza en sus capacidades y en su ministerio, y no percibe con toda claridad la fuerza del don que está en él. Incluso, entre líneas, en la carta, se pueden percibir algunas causas de ofuscamiento, son cosas que le pasaban a Timoteo y que también nos pueden pasar y de hecho nos pasan a nosotros. Señalemos tres fundamentales:
La primera, la soledad. Ya Pablo no está con Timoteo, le ha puesto las manos y le ha encomendado una comunidad y se ha marchado, tiene que cargar con todo. No sólo debe tomar las riendas de su propia vida personal, sino que, además, debe asumir responsabilidades, tomar decisiones, enfrentarse con gente que le rechaza, que rechaza el Evangelio. Experimenta la soledad, ya no tiene quien le diga lo que debe hacer, ya no tiene quién le apoye o piense por él, tiene que tomar las decisiones por sí mismo. Eso es un poco lo que yo mismo experimenté al inicio del ministerio episcopal. Los primeros meses siempre me venía a la mente: “tengo que consultar esto con don Felipe” y me olvidaba que era yo el que tenía que tomar las decisiones. Cuesta “tomar las riendas” y asumir la responsabilidad de hacerse cargo de la comunidad y, entonces, experimentas esa sensación de soledad; los sacerdotes muchas veces lo experimentan en relación con los fieles; el obispo en relación con los fieles y los presbíteros. Tienes que tomar decisiones y te quedas solo. A veces incomprendido, rechazado. En medio de esa situación, Pablo le dice a Timoteo (y nos dice a nosotros): no te olvides de apoyarte en la fuerza que te dieron, en el don que te constituyó sacerdote, no pretendas afrontar el ministerio sólo con tus propias fuerzas. Reaviva el don, si quieres superar esa soledad, esos miedos, esos temores, esos complejos.
En segundo lugar otra cosa que experimenta Timoteo es la inadecuación de su persona y de sus cualidades con el ministerio que se le ha encomendado. Es joven, en la carta le dice “que nadie te desprecie por ser joven” y le da una serie de recomendaciones para actuar. Timoteo ve que sus capacidades no son suficientes para afrontar aquel ministerio. Se siente incapaz, inseguro, se bloquea. En el fondo experimenta la cruz, o la pobreza de ver que “no es líder” y la gente no le sigue. No todos le quieren. No todos le hacen caso. Cree, piensa que su ministerio consiste en un liderazgo, y se olvida que su ministerio quien lo realiza es Jesucristo, a través de su pobreza, de su juventud, de su debilidad. Por tanto Pablo también le insiste: “reaviva el don que hay en ti” para que te des cuenta que es Dios y no tú quien obra las cosas. Tampoco nosotros debemos olvidar que Dios se manifiesta en la debilidad, que a pesar de mis incapacidades, de mis errores, mis equivocaciones y desaciertos, el Señor sigue haciendo el bien.
La tercera causa, quizás la que más puede ocurrirnos a nosotros: la negligencia espiritual. Se nos acumula el trabajo, descuidamos la oración, la meditación de la palabra de Dios, trabajamos para Dios pero sin Dios. Hay una frase en la carta de Timoteo que llama la atención, le dice: “Ejercítate en la religión, los ejercicios corporales no sirven para gran cosa, mientras que la religión es útil para todo” (1Tim. 4,8). Da a entender que de alguna manera Timoteo quiso salir de su situación con medios humanos, con terapias corporales. En aquel tiempo podía ser el ejercicio físico, pero también había otras terapias, como pasa en nuestro tiempo. A veces queremos resolver nuestros problemas, nuestros vacíos espirituales, nuestras negligencias espirituales, con terapias, distracciones o evasiones de diverso signo: dígase televisión, díganse músicas, díganse tantas formas de entretenimiento consumista y cosas con las que ocultamos o queremos llenar nuestro vacío espiritual. ¡Cuánta actualidad tienen estas palabras de Pablo! “Los ejercicios corporales no sirven para gran cosa, la religión es útil para todo”.
Estas, entre otras, eran las causas en las que Timoteo podría estar envuelto y que podemos estar envueltos nosotros: la soledad, la inadecuación de nuestra vida con el ministerio que se nos encomienda, la negligencia espiritual. ¿Cómo reavivar el don recibido? ¿Cómo salir de la situación en la que podemos estar? Lo primero es tener conciencia de que, a pesar de todo esto, el don de Dios está presente. Por eso se nos dice “reaviva el don que está en ti”. En segundo lugar, hay que salir de ese estado de temor y de miedo en que muchas veces vivimos, en esa especie de complejo, y para ello el propio Pablo le decía a Timoteo y nos dice a nosotros: “Dios no nos ha dado un espíritu de timidez”, de temor. Hay que superar esa timidez, ese temor, esa cobardía que muchas veces nos invade, ese “yo no sirvo”, “yo no valgo”, o “esto es imposible”, que desemboca en una indolencia o indiferencia generalizada, en una especie de bloqueo existencial, que no es sino una tentación del maligno y que, si consentimos en ella, nos hace cobardes y faltos de valentía evangélica; en el fondo es el principio de todos los males. Eso que llama ahí Pablo “timidez”, es cobardía, es inseguridad en el Señor, es un poco lo que le pasó a los apóstoles en la barca, Jesús iba con ellos, pero ante la tempestad gritaron, llenos de temor y temblor, “no te importa que nos hundamos”, es decir, “cobardía” es desconfianza en que el Señor está y va con nosotros. Ese temor y ese miedo por tanto no provienen del espíritu, no provienen del don recibido. No lo olvidemos, el “espíritu de cobardía” lo ha puesto el maligno en nosotros, no el Señor. Esos miedos no los ha puesto el Señor sino el maligno.
¿Qué es lo que sí nos ha dado Dios en el carisma recibido? Pablo dice que Dios “no nos ha dado espíritu de timidez (o de cobardía), sino de fortaleza, amor, ponderación”, por eso le invita a no avergonzarse de Jesucristo y a dar testimonio de El. No olvidemos, hermanos, “espíritu de fortaleza”, que no es “ser un machote”, sino confianza y seguridad en el poder de Dios. El don que hemos recibido en la ordenación implica el poder de expulsar demonios, el poder de vencer el mal. Y esto lo realizamos de un modo directo en el sacramento de la reconciliación. No se si nos hemos parado a considerar como el don que hemos recibido está ahí, activo y operante, a pesar de nuestros defectos, y por nuestro ministerio los pecados son realmente perdonados. Asimismo, en el sacramento de la Eucarística, el poder de Dios a través de nuestro ministerio y por la fuerza del espíritu de Cristo se hace patente en la Consagración del pan y el vino. Y el poder de Dios se manifiesta, también, en la predicación y en nuestro ministerio de cada día en sus múltiples facetas. Por tanto la fortaleza nos viene del Señor y hemos de reafirmarnos en esta certeza: el espíritu que habita en nosotros es “espíritu de fortaleza” y con él lo podemos todo: “todo lo puedo en aquel que me conforta”. “Para Dios nada hay imposible”, dijo el Ángel a María, “sin mí no podéis hacer nada” pero, conmigo, “haréis cosas aún mayores que yo”, dice Jesucristo.
En segundo lugar, Pablo dice que Dios, junto con la fortaleza, nos ha dado “espíritu de amor”. Un amor que no es un sentimiento, que no es un impulso, sino “el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado”, y que hace que nuestra vida realmente sacramento, transparencia del amor de Dios. Es lo que proclama el lema del seminario para este año: “el sacerdote testigo del amor de Dios”. Es testigo porque se plasma en su vida el amor de Dios. El mismo es una manifestación de Dios para con los demás, para con el mundo que “tanto amó Dios que envió a su Hijo para salvarlo”.
Y el tercer don que se nos ha dado, dice San Pablo a Timoteo, es el “espíritu de ponderación”. La “ponderación”, de alguna manera, lleva consigo dos palabras unidas: “prudencia” y “moderación” para evitar excesos. A veces somos optimistas por cualquier cosa, o excesivamente optimistas y otras veces somos tremendamente pesimistas, es decir, nos falta “ponderación”, nos falta sobre todo alegrarnos de lo que hay que alegrarse; por ejemplo, no poner tanto la confianza en resultados, como en el Señor que me ha llamado, que me ha elegido, se ha fijado en mí y me ha hecho capaz, como también dirá San Pablo en otro lugar. Eso me tiene que dar seguridad, como San Pablo le decía a los cristianos de Roma: “A vosotros amados de Dios”. Esa es nuestra verdadera y nuestra auténtica identidad, esa la auténtica y más profunda autoestima que puede tener un ser humano, saber y sentir que es “amado de Dios”. Por tanto “ponderación” implica discernimiento, usar la cabeza, medir nuestras fuerza, calcular los efectos de lo que hacemos para no hacer cosas inútiles o perjudiciales. Discernir para trabajar como las hormiguitas, poco a poco, para poder perseverar, sin desanimarnos ante los posibles fracasos o rechazos.
Pablo invitaba en último lugar a Timoteo a no avergonzarse de Jesucristo, “no te avergüences de dar testimonio de Jesucristo”. ¿Qué significa avergonzarse? Avergonzarse es no estar satisfecho u orgullo de algo porque para los demás es objeto de ridículo, de desprecio o de rechazo. A veces nos podemos avergonzar de nuestro origen, de nuestros padres, de algún familiar o hermano que es un calavera. Podemos avergonzarnos de la parroquia que nos ha tocado, del obispo que tenemos. Pablo dice: “No te avergüences de ser seguidor de Jesucristo”. Es decir, siéntete orgullo de ser sacerdote de Jesucristo, aunque para los demás eso puede ser objeto de burla, de rechazo, de desprecio. San Pablo dice “gloriarnos en la cruz de Cristo”, por tanto para nosotros no avergonzarnos de Cristo es recordar aquello del Evangelio: “Si algunos se avergüenza de mí…”. No avergonzarse en primer lugar del mensaje cristiano, que en ciertos lugares y ambientes resulta extraño para los hombres y mujeres del mundo del hoy; “una necedad” decía San Pablo en su tiempo. Un mensaje que tenemos que predicar en su integridad y que muchas veces no es comprendido y hasta es ridiculizado y rechazado por nuestra sociedad, y ahí puede que nosotros nos sintamos avergonzados. Por eso hay ocasiones en que nos viene la tentación de reducir el mensaje del Evangelio, de no predicarlo en su integridad, de ocultar aspectos esenciales de la doctrina de Cristo o convertirla en “una ética blanda”, cuando no en “un ideario gnóstico”. Es necesario superar la tentación de pensar que lo que hacemos y decimos no le interesa a nadie. Superar los complejos y la vergüenza para no caer en la tentación de omitir o adulterar el mensaje del Evangelio. Y hay otra vergüenza, muy profunda e interior, es la de sentirnos abandonados de Dios. A comienzo de curso, el retiro que hacíamos para los sacerdotes en las vicarías, recuerdan que era sobre el tema de la fe. Les decía que hemos de velar por nuestra fe. A veces nos creemos seguros en la fe que tenemos, a veces pensamos que el origen de nuestros problemas está en el entorno, en las dificultades pastorales, en nuestras situaciones -digamos- anímicas, en nuestras debilidades. No es del todo así, la raíz de nuestras crisis sacerdotales provienen de nuestra falta de fe, lo dijo Jesucristo a los apóstoles: “Si tuvieras fe como un granito de mostaza…”. Por tanto, nos puede suceder, casi sin darnos cuenta de ello, que nos avergonzamos de lo que somos, hasta de ser cristianos. Tenemos dificultades, interiores y exteriores, y entonces surge la sospecha de que Dios nos ha dejado tirados, de que Dios ya no está de nuestra parte. Nos hemos entregado a él y resulta que nos ha dejado plantados. Como nos enseñan los santos y maestros espirituales, en las tribulaciones, el espíritu del mal nos exagera las dificultades para hacernos sentir la lejanía de Dios y así, cuando el ministerio se hace cuesta arriba, en vez de convertir las tribulaciones en instrumento de purificación y de gracia se convierten en desconfianza en Dios y en su poder. El ministerio no nos llena y, consecuentemente, “la misión” se va derivando en “di-misión”.
¿Cómo vencer, por tanto, hermanos, estas tentaciones de abandono, estas tentaciones, digamos, de avergonzarnos de Cristo, estas tentaciones de timidez, de miedo? Esto es lo que queremos renovar hoy, esto es lo que pedimos al Señor, que active en nosotros la fuerza, la eficacia del sacramento recibido, del don que hay en nosotros, para poder superar estas dificultades, estas tentaciones, estos miedos.
Vamos a reafirmamos por tanto en la certeza de que la gracia de Dios está en nosotros, que el don que nos fue conferido no desaparece de nuestra vida. Renovar las promesas sacerdotales e por tanto poner de manifiesto nuestra confianza en la fidelidad de Dios y en que Él, que nos ha llamado, es quién lo realizará.
Vamos a renovar ahora mismo las promesas sacerdotales. Se nos pregunta de modo genérico: ¿queréis renovar las promesas que un día hicisteis…? Se acuerdan cuáles fueron esas promesas. Hay que recordar las del diaconado, no solamente porque hay diáconos aquí sino porque aunque se hicieron en el diaconado y no en el presbiterado, forman parte de nuestra vocación sacerdotal.
Se nos preguntó: ¿Prometes obediencia a mí y a mis sucesores? Mirad, hermanos, la primera obediencia que tenemos que realizar no es al Obispo sino al Señor, y la primera obediencia es renovar nuestra voluntad de seguir al Señor en lo que nos ha pedido, siendo fieles en la vocación a la que nos ha llamado. La respuesta a la llamada de Dios es un acto de obediencia, que supone deponer actitudes propias para poder responder y obedecer a Dios. Pregunta primera que se nos hizo en el diaconado.
Y otra pregunta fue: ¿quieres como signo de tu consagración a Cristo observar durante toda la vida el celibato, por causa del reino de Dios y para servicio de Dios y de los hombres? El don del celibato que se nos ha dado con el orden sacerdotal y que hemos acogido. Se ha publicado recientemente una encuesta, que dice que el cincuenta por ciento o casi de los sacerdotes serían partidarios del celibato opcional. Yo espero que no seamos ninguno de nosotros de ese %, porque sería muy mala señal. Parecería como que el celibato es un mal menor que hay que soportar en la Iglesia. Parecería que el día que hicimos esta promesa la hicimos condicionada, como diciendo, “si alguna vez se permite…” Eso un riesgo tremendo, es como colocarse en una cuerda floja sobre un abismo. ¿Quieres como signo de tu consagración a Cristo observar durante toda la vida el celibato, por causa del reino de Dios, y para el servicio de Dios y de los hombres? Aunque algún día cambiara la legislación en la Iglesia latina, el Señor te ha llamado a ser célibe y es a él a quién tienes que obedecer, aunque jurídicamente no fuera obligatorio. No soy célibe porque esté mandado, sino porque Dios me ha dado ese don y tengo que responder a él en cualquier circunstancia.
Y luego vienen las preguntas que se nos hicieron en la ordenación presbiteral: ¿Estáis dispuesto a desempeñar el ministerio sacerdotal con el grado de presbítero, como buenos colaboradores del obispo, apacentando el rebaño del Señor y dejándose guiar por el espíritu? Es la dimensión del ministerio en comunión con el obispo y con el presbiterio. Hay que ejercer una disciplina de comunión. La comunión no es algo que se de espontáneamente, hay que cultivarla. Y a veces observamos en nosotros actitudes que no edifican la comunión, como por ejemplo: espíritu de aislamiento —yo voy a mi aire—; espíritu de indiferencia —nada de lo que diga el obispo a los demás les interesa—; espíritu de pura observación —yo miro, veo lo que se hace, lo que dicen los demás, pero yo no participo—; o el espíritu de suficiencia —no necesito a los demás—. Son todos pecados contra esta pregunta: ¿estás dispuesto a desempeñar el ministerio sacerdotal en el grado de presbítero como colaborador del ministerio episcopal?
Otra pregunta: ¿Realizarás el ministerio de la palabra preparando la predicación del Evangelio y la exposición de la fe católica con dedicación y sabiduría? Dedicación y sabiduría, preparación de la homilía y de la predicación, nos lo urge el Papa en la última exhortación apostólica Sacramentum Caritatis. En el diaconado, cuando se nos entregó el leccionario, se nos dijo: “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero, convierte en fe lo que lees, lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple lo que has enseñado”. No se trata por tanto, hermanos, de un compromiso profesional o de ser, como si dijéramos, profesores del Evangelio. Se trata de recibir, hacer propia, vivir y transmitir la Palabra de Dios.
También se nos preguntó por los sacramentos: ¿Estas dispuesto a presidir con piedad, fielmente la celebración de los misterios de Cristo especialmente la Eucaristía, el sacramento de la reconciliación, para alabanza de Dios y santificación del pueblo cristiano? Atención que en esta pregunta se nos piden actitudes muy concretas, presidir con piedad y con fidelidad las celebraciones, pero además dice que está en juego la santificación del pueblo cristiano a través de este ministerio. ¿Por tanto, estás dispuesto a presidir la liturgia, los sacramentos, a través de la eucaristía y de la reconciliación, con piedad, con fidelidad, y santificar al pueblo cristiano? Cuando por ejemplo hacemos dejación de la celebración eucarística, dejación del sacramento de la reconciliación, tanto a nivel personal como al servicio de los demás, no nos damos cuenta que hacemos un daño tremendo a la Iglesia, al cuerpo de Cristo, aunque tengamos que celebrar solos. ¿Es que la Iglesia se edifica con lo que nosotros hacemos o con lo que hace el Señor? Cuando se nos entregó el cáliz se nos dijo: “Considera lo que realizas, imita lo que conmemoras y conforma tu vida con la cruz de Cristo”.
También se nos invita a renovar nuestro compromiso de invocar la misericordia divina en favor del pueblo que se nos ha encomendado, perseverando en este mandato del Señor de orar constantemente, sin desfallecer. Y, finalmente, se nos pide: ¿Queréis uniros cada vez más a Cristo, sumo sacerdote, que se ofreció como víctima al padre y con el consagraos a la salvación de los hombres? Consagrados, es decir “expropiados”, como recordaba el papa Benedicto XVI el año pasado en esta misa crismal, estamos expropiados, eso significa consagrados, expropiados para el Señor y para la salvación de los hombres.
Todo esto hermanos es lo que está detrás de las dos preguntas que se nos hacen a continuación para renovar las promesas sacerdotales. Son sólo dos preguntas y vamos a decir “sí quiero”, por dos veces. ¿Pero qué es lo que queremos? No basta responder, “si quiero” como fórmula litúrgica, es necesario que esta celebración nos impulse por la gracia de Dios, por el poder de Dios, a reavivar de una manera operativa en nuestra vida de cada día el don que hemos recibido y que está en nosotros.
Queridos, hermanos, hermanas, sacerdotes, tras este largo discurso os invito a orar por los sacerdotes. Hermanos oremos unos por los otros, queridos oyentes y televidentes, orad por los sacerdotes. Los sacerdotes son de todos y todos hemos de promoverlos, cuidarlos, por la oración, por el amor, con nuestra voluntad de apoyo. Pidamos también, nuestro Seminario. Estos últimos años se ha producido un notable descenso de vocaciones al Seminario Mayor. Pidamos al Señor, nos de buenos y santos sacerdotes, que suscite vocaciones entre los jóvenes y que nos de la voluntad de trabajar por las vocaciones. No van a haber vocaciones si no hay jóvenes cristianos, y ahí esta nuestra tarea de cada día, nuestros empeño de cada día con jóvenes que el Señor pone en nuestro camino.
† Bernardo Álvarez Afonso
Obispo Nivariense