Un año más, y con este van NOVENTA Y TRES, el próximo domingo 14 de enero, la Iglesia Católica celebra en todo el mundo el “Día del Emigrante y del Refugiado”, en esta ocasión bajo el lema “La familia Migrante”. Es una Jornada en la que la Iglesia invita a sus fieles, y a todos los que quieran escuchar su mensaje, a prestar una mayor atención al fenómeno de las migraciones y, muy especialmente, a tomar conciencia de la situación personal, familiar, social y religiosa de las personas emigrantes. Es una Jornada en la que se educa y exhorta a los fieles en la acogida y amor a los inmigrantes y se realiza una colecta en todas las iglesias.
Actualmente los emigrantes y refugiados son cientos de millones en todo el mundo. Constituyen una multitud inmensa de personas que, por razones económicas, políticas y de conflictos bélicos, tienen que abandonar su tierra, sus familias, sus costumbres, su lengua, su cultura… para buscar la supervivencia personal y de los suyos en otros lugares.
Si lo consideramos detenidamente, el fenómeno de la migración es una realidad permanente en la historia de la humanidad; podríamos decir, que es una realidad connatural de los seres humanos: Los movimientos masivos de pueblos completos, ya en los inicios de la historia, que a causa de condiciones geográficas cambiantes o porque eran obligados y sometidos por otros pueblos; las catástrofes naturales, las sequías, las guerras, las enfermedades, la persecución, etc., no pocas veces han sido motivo de la movilidad humana. Aunque también hemos tenido desde siempre una migración por goteo, que es constante y que tiene orígenes diversos y que varía según las circunstancias cambiantes de los tiempos de un lugar a otro. En verdad los humanos somos una especie en constante movimiento, buscando horizontes mejores.
Los españoles en general, y los canarios en particular, también hemos sido emigrantes en gran número y, de hecho, todavía hay miles de compatriotas fuera de nuestro país. Pero, gracias a nuestro crecimiento económico, junto con la falta de mano de obra, en los últimos años nos hemos convertido receptores de emigrantes, hasta el punto que hay entre nosotros casi 5 millones de personas no nacidas en España, la mayoría provenientes de Suramérica que, con su trabajo, están contribuyendo al sostenimiento de nuestro nivel de vida, a la vez que obtienen recursos para la supervivencia de los suyos en los países de origen.
Sólo en el pasado año 2006, vía cayucos y pateras, han llegado a Canarias más de 30.000 personas procedentes de África que, aunque su destino no son nuestras islas, nos ponen ante los ojos el sufrimiento de millones de personas que huyen de la miseria. A estos hay que sumar los que han llegado por otros medios de distintos lugares del mundo (incluyendo otras regiones de España), que sí están trabajando y conviviendo con nosotros. La pregunta que debemos hacernos es: ¿La sociedad canaria está logrando encuadrar de manera adecuada el fenómeno de la inmigración que se está desarrollando entre nosotros?
A diario percibimos que el tema no nos deja indiferentes. Tanto en la calle, como en el debate político y en los medios de comunicación, se habla del “problema” de la inmigración. Este modo de poner sobre la mesa la cuestión de los inmigrantes no ayuda en nada a una correcta integración social de un fenómeno que corre el riesgo de ser visto sólo desde la perspectiva negativa, porque se ignoran las oportunidades que trae consigo y se pone el acento en las dificultades que suscita. Juan Pablo II, decía en 2003: “La precaria situación de tantos extranjeros que debería despertar la solidaridad de todos, causa, en cambio, temores y miedo en muchos, que sienten a los inmigrantes como un peso, les ven con recelo y en consecuencia les consideran como un peligro y una amenaza. Eso provoca, a veces, manifestaciones de intolerancia, xenofobia y racismo”.
La Iglesia ha contemplado siempre en los emigrantes y refugiados la imagen de Cristo que dijo: “era forastero, y me acogisteis” (Evangelio de San Mateo 25,35). Para ella sus tribulaciones son interpelación a la fe y al amor de los creyentes, llamados, de este modo, a sanar los males que surgen de las migraciones. Por eso ha dado gran importancia -a través de los siglos- al cuidado espiritual de los migrantes. Como encontramos escrito en la Constitución “Exsul Familia” (publicada por Pío XII, en 1952) “La Santa Madre Iglesia -impulsada por su inmenso amor hacia las almas y en su afán de cumplir el mandato de salvación universal que le fue confiado por Cristo- no tardó en asumir el cuidado, sobre todo espiritual, también de los peregrinos, forasteros y desterrados, y de todos los migrantes sin ahorrar esfuerzos”.
La ya citada Constitución de Pío XII marcó el inicio de una atención más organizada por parte de la Iglesia hacia el fenómeno de la movilidad humana, puesto que las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, llevó al Papa, a poner dicho fenómeno al centro de la atención pastoral de la Iglesia. Luego, el fenómeno migratorio fue objeto de estudio en el Concilio Vaticano II (1965) que elaboró importantes directrices sobre la atención a los emigrantes, invitando a los cristianos a conocer el fenómeno migratorio en sus causas y efectos, y a darse cuenta de la influencia que tiene la emigración en la vida y desarrollo de la sociedad. El Concilio afirma que el Pueblo de Dios debe garantizar un aporte generoso en lo que respecta a la emigración, y se pide a todos los cristianos que colaboren haciéndose “prójimos” del emigrante, poniendo en práctica el deber cristiano de acoger a cualquier persona que pase necesidad.
En los documentos del Concilio se insiste en el derecho de toda persona a la emigración, en la dignidad del emigrante, en la necesidad de superar las desigualdades del desarrollo económico y social que son causa de la emigración. A los inmigrantes se les pide honrar a los países que los acogen, respetando las leyes, la cultura y las tradiciones de los habitantes que los han recibido Asimismo, el Concilio, reconoció a la autoridad pública, el derecho de reglamentar el flujo migratorio en función del bien común y el respecto a la dignidad de las personas.
Según la concepción cristiana de la vida, las migraciones no significan ninguna amenaza y mucho menos se las puede considerar peyorativamente como “un problema”. Para la Iglesia Católica, en la cual nadie es extranjero, pues a ella pertenecen gentes de todos los países, razas y culturas del mundo, las migraciones, al acercar entre sí los múltiples elementos que componen la familia humana, tienden, en efecto, a la construcción de un cuerpo social siempre más amplio y variado. De ahí que los cristianos deben esforzarse por superar toda tendencia a encerrarse en sí mismos, y aprender a discernir en las personas de otras culturas la obra de Dios.
Como nos pedía Juan Pablo II: “Es necesario despojarse de actitudes de aislamiento, que en muchas sociedades se han hecho hoy más sutiles y penetrantes. Para afrontar este fenómeno, la Iglesia posee grandes recursos educativos y formativos en todos los ámbitos. Por tanto, exhorto a los padres y a los maestros a combatir el racismo y la xenofobia, inculcando actitudes positivas hacia los emigrantes basadas en la doctrina social católica”.
† Bernardo Álvarez Afonso
Obispo Nivariense