«Acercándose a ellos, Jesús les dijo: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos»
Evangelio de San Mateo 28,18-20
Queridos hijos, hermanos y amigos de la Diócesis Nivariense:
Las palabras de Jesús, a los once discípulos en el monte de Galilea, antes de su Ascensión al Cielo, resuenan hoy para nosotros. Sí, no lo dudemos. El mismo Jesús se acerca a sus discípulos de hoy, y nos dice: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».
En este breve texto, vemos que Jesús repite la palabra “todo” hasta cuatro veces: “Todo poder”, “todos los pueblos”, “todo lo que os he mandado”, “estoy con vosotros todos los días”. Este principio de totalidad pone de manifiesto la importancia del “manda- to misionero” que nos hace Jesús.
En efecto, el centro del mensaje es, “id y haced discípulos a todos los pueblos”. Este mandato lo hace Jesús porque tiene poder para hacerlo y, por eso, “como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn. 20,21). Nos manda a “hacer discípulos”, no a captar gente para apuntarlos a una asociación o a una ideología.
De lo que se trata es de aquello que nos dice el Vaticano II: “Mas, lo que el Señor ha predicado una vez o lo que en Él se ha obrado para la salvación del género humano hay que proclamarlo y difundirlo hasta los confines de la tierra, comenzando por Jerusalén, de suerte que lo que ha efectuado una vez para la salvación de todos consiga su efecto en la sucesión de los tiempos” (Ad gentes, 3).
EL MANDATO MISIONERO
- “HACED DISCÍPULOS”.
Es decir, personas que de todo corazón creen en Cristo y se identifican con Él. Personas que hacen propio el pensamiento de Cristo, que sienten como Él y buscan vivir como Él vivió. Como nos dice San Juan en su primera carta: “Quien dice que cree en Él debe vivir como vivió Él” (1Jn. 2,6). Esta es la finalidad del envío misionero, que el Señor nos hace a todos: Ayudar a las personas a conocer a Cristo, a entrar en relación con Él y a identificarse con su manera de pensar, sentir y actuar.
Para poder realizar el mandato misionero, y alcanzar esta meta, el mismo Jesús nos dice el camino: “a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”.
- “A TODOS LOS PUEBLOS”.
Nadie queda excluido, somos enviados a todas las gentes de cualquier lugar, pues, “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim. 2,4). A veces podemos pensar que, como vivimos en una diócesis de tradición cristiana, todas las personas creen en Dios y en su enviado Jesucristo. Pero, en realidad no es así, entre nosotros hay muchas personas
-incluso bautizados- que viven como si Dios no existiera. Por eso, Cristo nos envía a los que están entre nosotros, personas que incluso pueden ser familiares o vecinos nuestros.
- “BAUTIZÁNDOLOS”.
El bautismo es un don gratuito que nos constituye en hijos de Dios: “Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos” (Ef. 1,5). Y el apóstol San Juan, admirado, nos dice: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1Jn. 3,1). Por tanto, estar bautizados quiere decir estar unidos a Dios. En una existencia única y nueva pertenecemos a Dios, estamos inmersos en Dios mismo. En el bautismo se nos infunden las tres virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), que son “talentos” espirituales que nos capacitan para vivir como discípulos de Jesucristo.
- “ENSEÑÁNDOLES A GUARDAR TODO LO QUE OS HE MANDADO”.
Para ser discípulo de Jesucristo no basta con estar bautizado. Las virtudes teologales, no se imponen ni actúan a la fuerza. Son dones que hay que acoger y cultivar, pues, Dios respeta nuestra libertad. Por eso es necesario bautizar y enseñar. La meta de la enseñanza no es simplemente ampliar el conocimiento, sino más bien la transformación de un estilo de vida. Por eso, para ser un verdadero discípulo de Cristo, es necesa rio conocer y guardar lo que Él nos ha mandado: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando… No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca.” (Jn. 15,14.16).
Cuando se bautiza una persona que tiene uso de razón, ya conoce lo que significa ser cristiano y manifiesta, previamente, su deseo de vivir como tal. La gracia del Bautismo le hace hijo de Dios y le capacita para vivir la fe, la esperanza y la caridad. Cuando el que se bautiza no tiene uso de razón, también se le infunden las virtudes teologales, pero son los padres, los padrinos y la Iglesia en su conjunto, los que estamos llamados a educarle en la fe, para que, conociendo a Jesucristo, puedan ser sus discípulos de manera libre y responsable.
Cada día reviste más urgencia lo que ya nos decía -en 1975- San Pablo VI: “Se está volviendo cada vez más necesario, a causa de las situaciones de descristianización frecuentes en nuestros días, para gran número de personas que recibieron el bautismo, pero viven al margen de toda vida cristiana; para las gentes sencillas que tienen una cierta fe, pero conocen poco los fundamentos de la misma; para los intelectuales que sienten necesidad de conocer a Jesucristo bajo una luz distinta de la enseñanza que recibieron en su infancia, y para otros muchos” (Evangelii nuntiandi, 52).
- “Y SABED QUE YO ESTOY CON VOSOTROS TODOS LOS DÍAS, HASTA EL FINAL DE LOS TIEMPOS”.
Ya Jesús les había dicho a sus discípulos: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn. 14, 23). No se trata, por tanto, de una presencia externa sino de aquello que expresaba San Pablo: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal. 2,20). Dios existe y está con nosotros; es funda- mental en nuestra vida esta cercanía de Dios, este estar en Dios mismo y vivir realmente en su presencia.
Como nos dice el Evangelio de San Marcos, los apóstoles hicieron lo que Jesús les encomendó: “Ellos se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban”. (Mc. 16,20). Es gracias a esa fidelidad, no sólo de los apóstoles en su momento, sino de todos los cristia nos a lo largo de la historia, que el mensaje del Evangelio ha llegado hasta nosotros y, como ellos, no sólo somos discípulos de Jesucristo, sino que estamos llamados a ser misioneros, para que el mensaje de Cristo llegue a las gentes de nuestro tiempo.
“La misión, por tanto, de la Iglesia se realiza mediante la ac tividad por la cual, obediente al mandato de Cristo y movida por la caridad del Espíritu Santo, se hace plena y actualmente presente a todos los hombres y pueblos para conducirlos a la fe, la libertad y a la paz de Cristo por el ejemplo de la vida y de la predicación, por los sacramentos y demás medios de la gracia, de forma que se les descubra el camino libre y seguro para la plena participación del misterio de Cristo” (Ad gentes, 5).
Por eso, San Pablo VI no dudaba en afirmar: “Queremos con- firmar una vez más que la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia; una tarea y misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada vez más urgentes. Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia” (Evangelii nuntiandi, 14).
Esta gran verdad, no procede de un mandato puramente ex- terno sino, como dice el Vaticano II: “La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre. Pero, este designio dimana del “amor fontal” o de la caridad de Dios Padre… que por su misericordiosa benignidad nos creó libremente y nos llamó, además, sin interés alguno a participar con El en la vida y en la gloria” (Ad gentes, 2).
De ahí que, “los miembros de la Iglesia son impulsados, para la consecución del mandato misionero, por la caridad con que aman a Dios, y con la que desean comunicar con todos los hombres en los bienes espirituales propios, tanto de la vida presente como de la venidera” (Ad gentes, 7).
Más allá del mandato, este dinamismo misionero encuentra su expresión más plena en las palabras del Apóstol San Juan, en su primera carta:
“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, —pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó— lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo”. (1Jn. 1,1-4)
- Ver, oír, palpar = conocimiento interno, experiencia, participación.
- Anunciar, con una finalidad objetiva (comunión) y subjetiva (alegría).
“PARA QUE NUESTRO GOZO SEA COMPLETO”:
“La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y re- nace la alegría. Quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría (Papa Francisco – Evangelii gaudium 1).
Quien está empapado de Cristo, quien puede decir como San Pablo: “vivo yo, más no soy yo quien vive, si es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2,20), no descansa, ni está satisfecho hasta comunicar lo que lleva dentro. El mismo San Pablo, decía: “El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! (1Cor. 9,16).
Sólo haciendo a otros partícipes de su experiencia de fe alcanza la alegría completa. Ya está contento por haber cono cido y creído en Jesucristo, pero su alegría sólo es completa cuando comparte aquello que cree y siente.
El Papa Francisco, lo dice con toda claridad: “La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que he- mos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer?” (EG 264).
EL PLAN PASTORAL
Los planes de acción pastoral se elaboran, como un instru- mento, para llevar adelante el mandato de Jesús, en cada tiempo y lugar. La intención siempre es la misma, hacer a otros participes de la salvación que Cristo ofrece a todos. La acción pastoral no tiene otra finalidad que la de abrir caminos de encuentro entre las personas y Dios.
Para ello, se marcan UNOS OBJETIVOS y LAS ACCIONES que se consideran necesarias para conseguirlos. En esta ocasión, nuestro Plan de Acción Pastoral, está en concordancia con la Conferencia Episcopal Española que, a partir del Congreso Nacional de Laicos (febrero de 2020), y con el lema, “fieles al envío misionero”, ha establecido cuatro objetivos, para estos tiempos y circunstancias en los que nos ha tocado vivir.
- PIMER ANUNCIO: Manifestación explícita de la fe a quienes no conocen a Cristo, o están alejados de Él. El Papa Francisco, en Evangelii Gaudium 164, nos dice el contenido del primer anuncio:
«Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte».
Y añade: “Cuando a este primer anuncio se le llama «primero», eso no significa que está al comienzo y después se olvida o se reemplaza por otros contenidos que lo superan. Es el primero en un sentido cualitativo, porque es el anuncio principal, ese que siempre hay que volver a escu- char de diversas maneras y ese que siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis, en todas sus etapas y momentos”.
- ACOMPAÑAMIENTO: Procesos de acogida de personas que, en camino de búsqueda, desean vincularse más fuertemente a la
- PROCESOS FORMATIVOS: Progresiva identificación personal con Cristo que nos conduce a ir dando forma a toda nuestra vida, configurándola con él.
- PRESENCIA MISIONERA EN LA VIDA PÚBLICA: Compromiso de transformación evangélica de la realidad desde el que, además, se da testimonio de fe ante quienes no conocen a Cristo
A lo largo del curso 2022-2023, hemos estudiado -en los distintos ámbitos- estos objetivos y las acciones para su consecución, que ya se habían preparado en el Consejo Presbiteral y en el Consejo Diocesano de Pastoral.
Ahora toca pasar a la acción y ponernos a trabajar todos en la misma dirección. El esfuerzo realizado para preparar el futuro pastoral de los próximos cuatro años, debe llevarse a la práctica con diligencia y con las actitudes propias del espíritu misionero que ha de caracterizar el momento presente: “La salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia. Ya no podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos; hace falta pasar de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera” (EG 15).
¿CÓMO LOGRARLO?
“El Espíritu Santo infunde la fuerza para anunciar la nove- dad del Evangelio con audacia (parresía), en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy, bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios” (EG 259).
“Para mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo, porque Él «viene en ayuda de nuestra debilidad». Pero esa confianza generosa tiene que alimentarse y para eso necesitamos invocarlo constantemente. Él puede sanar todo lo que nos debilita en el empeño misionero (EG, 280).
AUDACIA Y FERVOR
Así titula el Papa Francisco uno de los apartados del Capítulo IV, en la Exhortación Apostólica GAUDETE ET EXSULTATE, sobre la llamada a la santidad en el mundo actual (números 129-139). En concreto dice:
“La santidad es parresía: es audacia, es empuje evangelizador que deja una marca en este mundo. Para que sea posible, el mismo Jesús viene a nuestro encuentro y nos repite con serenidad y firmeza: «No tengáis miedo» (Mc 6,50). «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). Estas palabras nos permiten caminar y servir con esa actitud llena de coraje que suscitaba el Espíritu Santo en los Apóstoles y los llevaba a anunciar a Jesucristo. Audacia, entusiasmo, hablar con libertad, fervor apostólico, todo eso se incluye en el vocablo parresía, palabra con la que la Biblia expresa también la libertad de una existencia que está abierta, por- que se encuentra disponible para Dios y para los demás”
A modo de resumen, veamos los que nos dice el Papa Francisco en los números citados de Gaudete et exultate:
NECESIDAD DE LA PARRESÍA
La santidad es parresía: es audacia, es empuje evangelizador que deja una marca en este mundo (129).
Audacia, entusiasmo, hablar con libertad, fervor apostólico, todo eso se incluye en el vocablo parresía, palabra con la que la Biblia expresa también la liber tad de una existencia que está abierta, porque se encuentra disponible para Dios y para los demás
- La parresía es sello del Espíritu, testimonio de la autenticidad del anuncio. Es feliz seguridad que nos lleva a gloriarnos del Evangelio que anunciamos, es confianza inquebrantable en la fidelidad del Testigo fiel, que nos da la seguridad de que nada «podrá separarnos del amor de Dios» (132).
OBSTÁCULOS
San Pablo VI mencionaba, entre los obstáculos de la evangelización, precisamente la carencia de parresía: «La falta de fervor, tanto más grave cuanto que viene de dentro» (130).
- ¡Cuántas veces nos sentimos tironeados a quedarnos en la comodidad de la orilla! (130).
- Como el profeta Jonás, siempre llevamos latente la tentación de huir a un lugar seguro que pue- de tener muchos nombres: individualismo, espiritualismo, encerramiento en pequeños mundos, dependencia, instalación, repetición de esquemas ya prefijados, dogmatismo, nostalgia, pesimismo, refugio en las Tal vez nos resistimos a salir de un territorio que nos era conocido y manejable (134).
- A veces me pregunto si, por el aire irrespirable de nuestra autorreferencialidad, Jesús no estará ya dentro de nosotros golpeando para que lo dejemos salir (136.
- La costumbre nos seduce y nos dice que no tiene sentido tratar de cambiar algo, que no podemos hacer nada frente a esta situación, que siempre ha sido así y que, sin embargo, A causa de ese acostumbrarnos ya no nos enfrentamos al mal y permitimos que las cosas «sean lo que son», o lo que algunos han decidido que sean (137).
LLAMADA DEL SEÑOR
El Señor nos llama para navegar mar adentro y arrojar las redes en aguas más profundas. Nos invita a gastar nuestra vida en su servicio (130).
- Dios nos empuja a partir una y otra vez y a desplazar- nos para ir más allá de lo conocido, hacia las periferias y las Nos lleva allí donde está la humanidad más herida y donde los seres humanos, por debajo de la apariencia de la superficialidad y el conformismo, siguen buscando la respuesta a la pregunta por el sentido de la vida (135).
- Si nos atrevemos a llegar a las periferias, allí lo encontraremos, Él ya estará allí. Jesús nos “primerea” en el corazón de aquel hermano, en su carne herida, en su vida oprimida, en su alma Él ya está allí (135).
- Hay que abrir la puerta del corazón a Jesucristo, por- que Él golpea y llama (136)
- Abramos bien los ojos y los oídos, y sobre todo el corazón, para dejarnos descolocar por lo que sucede a nuestro alrededor y por el grito de la Palabra viva y eficaz del Resucitado (137).
TESTIMONIOS
- Para que sea posible, Jesús viene a nuestro encuentro y nos repite: «No tengáis miedo». «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (129).
- Miremos a Jesús: su compasión entrañable no era algo que lo ensimismara, no era una compasión paralizante, tímida o avergonzada como muchas veces nos sucede a nosotros, sino todo lo Era una compasión que lo movía a salir de sí con fuerza para anunciar, para enviar en misión, para enviar a sanar y a liberar (131).
- Nos moviliza el ejemplo de tantos sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos que se dedican a anunciar y a servir con gran fidelidad, muchas veces arriesgando sus vidas y ciertamente a costa de su comodidad […] Los santos sorprenden, desinstalan, porque sus vidas nos invitan a salir de la mediocridad tranquila y “anestesiante” (138).
LA “FUERZA DE LOS ALTO”
- Caminar y servir con esa actitud llena de coraje que suscitaba el Espíritu Santo en los Apóstoles y los llevaba a anunciar a Jesucristo (129).
- Dejemos que el Señor venga a despertarnos, a pegar- nos un sacudón en nuestra modorra, a liberarnos de la inercia (137).
- Necesitamos el empuje del Espíritu para no ser paralizados por el miedo y el cálculo, para no acostumbrar- nos a caminar solo dentro de confines seguros (133).
- Las dificultades pueden ser como la tormenta, la ballena, el gusano que secó el ricino de Jonás, o el viento y el sol que le quemaron la cabeza; y lo mismo que para él, pueden tener la función de hacernos volver a ese Dios que es ternura y que quiere llevarnos a una itinerancia constante y renovadora (134).
- Pidamos al Señor la gracia de no vacilar cuando el Espíritu nos reclame que demos un paso adelante, pi- damos el valor apostólico de comunicar el Evangelio a los demás (139)
- Dejemos que el Espíritu Santo nos haga contemplar la historia en la clave de Jesús resucitado (139).
- Después de la resurrección, cuando los discípulos salieron a predicar por todas partes, «el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban». Esa es la dinámica que brota del ver- dadero encuentro (136).
“Les decimos a todos: es necesario que nuestro celo evangelizador brote de una verdadera santidad de vida y que, como nos lo sugiere el Concilio Vaticano II, la predicación alimentada con la oración y sobre todo con el amor a la Eucaristía, redunde en mayor santidad del predicador” (EN 76).
En el mismo sentido, el Papa San Juan Pablo II, en la encíclica Retemptoris Missio, ponía el acento en dos cuestiones muy importantes:
PRIMERO: “El anuncio está animado por la fe, que suscita en tusiasmo y fervor en el misionero. Como ya se ha dicho, los Hechos de los Apóstoles expresan esta actitud con la palabra “parresía”, que significa hablar con franqueza y valentía. Este término se encuentra también en san Pablo: «Confiados en nuestro Dios, tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas» (1Tes. 2, 2). «Pedid también por mí, para que cuando abra mi boca, se me conceda el don de la palabra, y anuncie con valentía el misterio del Evangelio, del que soy embajador en cadenas, y tenga valor para hablar de él como debo» (Ef. 6,19-20).
SEGUNDO: “Al anunciar a Cristo a los no cristianos, el misio nero está convencido de que existe ya en las personas y en los pueblos, por la acción del Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado y de la muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de responder a esta esperanza, de modo que el misionero no se desalienta ni desiste de su testimonio, incluso cuando es llamado a manifestar su fe en un ambiente hostil o indiferente” (RMi. 45).
EXPRESIONES DEL ARDOR MISIONERO
- El ardor, la parresía, no es una fuerza ciega, un fanatismo irracional, una especie de espíritu talibán que se impone y arrasa todo lo que se le pone por El mensaje del evangelio se propone, no se impone.
- La parresía es convicción personal, confianza en la fuerza salvadora del evangelio, certeza de que Dios está con nosotros, seguridad en que el señor va delante abriendo los corazones…
- Pero, la fuerza de la parresía, el ardor misionero, no es razón para avasallar e imponerse a los destinatarios del
- El ardor del corazón no nos exime de usar la cabeza y tener en cuenta la situación de otro.
- Como dijo el Papa Francisco, en la homilía de canonización de FRAY JUNÍPERO DE SERRA, en los Estados Unidos:
«Jesús no da una lista selectiva de quién sí y de quién no, de quiénes son dignos o no de recibir su mensaje y su presencia. Por el contrario, abrazó siempre la vida tal cual se le presentaba. Con rostro de dolor, hambre, enfermedad, pecado. Con rostro de heridas, de sed, de cansancio. Con rostro de dudas y de piedad. Lejos de esperar una vida maquillada, decorada, trucada, la abrazó como le venía a su encuentro. Aunque fuera una vida que muchas veces se presenta derrotada, sucia, destruida».
A “todos” dijo Jesús, a todos, vayan y anuncien; a toda esa vida como es y no como nos gustaría que fuese, vayan y abracen en mi nombre.
- Vayan al cruce de los caminos, vayan… a anunciar sin miedo, sin prejuicios, sin superioridad, sin purismos a todo aquel que ha perdido la alegría de vivir, vayan a anunciar el abrazo misericordioso del
- Vayan a aquellos que viven con el peso del dolor, del fracaso, del sentir una vida truncada y anuncien la locura de un Padre que busca ungirlos con el óleo de la esperanza, de la salvación.
- Vayan a anunciar que el error, las ilusiones engañosas, las equivocaciones, no tienen la última palabra en la vida de una Vayan con el óleo que calma las heridas y restaura el corazón».
EL ARDOR CON EL QUE DEBEMOS REALIZAR LA MISIÓN, supone “evangelizar con nuevas expresiones”, como señaló San Juan Pablo II al proponer la Nueva Evangelización.
“Nuevas expresiones”, que no se refiere solo al lenguaje verbal (que la gente entienda lo que decimos), sino a los ges- tos, a las actitudes, al talante evangelizador. Poder decir como San Pablo: «Me he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles; me he hecho todo para todos, para ganar, sea como sea, a algunos. Y todo lo hago por causa del Evangelio, para participar yo también de sus bienes» (1Cor 9, 22-23).
No se trata de presentar un Evangelio adulterado, para hacerlo aceptable a unos o a otros, quitando unos aspectos, silenciando otros o añadiéndole cosas que no dice. Se trata de tener la auténtica caridad pastoral para saber presentar al mismo y único Jesucristo a toda la diversidad de personas según sus circunstancias, para ayudarles a descubrir que, hay alguien que los ama y los busca para “que tengan vida y vida en plenitud “ (Jn. 10,10).
El Papa Francisco no se cansa de decirnos por todos lados, cosas como estas: No damos testimonio de un Dios acogedor, si en nuestra pastoral somos excluyentes. No mostramos el rostro de un Dios misericordioso, si en nuestras actitudes somos rígidos y estamos más prontos a condenar que a llamar a la conversión. No somos testigos de un Dios que se acerca a los pecadores, a los pobres, a los enfermos… si conservamos en nuestras relaciones con ellos los prejuicios y la mentalidad de la sociedad en la que vivimos.
Salir a evangelizar con “nuevas expresiones” tiene que ver con nuestra capacidad de imitar las actitudes de Jesús, que declaró que no necesitan médico los sanos, sino los enfermos y que Él no había venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (cf. Mc 2,17). La salida misionera debe poner de manifiesto la actitud de Dios que se parece al pastor que sale a buscar la oveja que se le perdió, pues “en el cielo hay más alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse (Lc. 15,7).
“CON ALMA, CORAZÓN Y VIDA”
San Pablo VI, en Evangelii nuntiandi, nos decía: “El Evangelio debe ser proclamado, en primer lugar, mediante el testimonio. Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiestan su capacidad de comprensión y de aceptación, su comunión de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno… Este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, del Evangelio” (EN 21).
San Juan Pablo II, en Pentecostés del año 2000, nos dijo: “De todas formas, lo que sigue siendo decisivo para la eficacia del anuncio es el testimonio vivido. Sólo el creyente que vive lo que profesa con los labios, tiene esperanzas de ser escuchado. Además, hay que tener en cuenta que, a veces, las circunstancias no permiten el anuncio explícito de Jesucristo como Señor y Salvador de todos. En este caso, el testimonio de una vida respetuosa, casta, desprendida de las riquezas y libre frente a los poderes de este mundo, en una palabra, el testimonio de la santidad, aunque se dé en silencio, puede manifestar toda su fuerza de convicción”.
Sin duda, el testimonio constituye un gesto inicial de evangelización, que interpela a muchos no cristianos, bien se trate de personas a las que Cristo no había sido nunca anunciado, de bautizados no practicantes, o de gentes que viven según principios no cristianos.
Este testimonio, como indica el propio San Pablo VI, “comporta presencia, participación, solidaridad y es un elemento esencial, en general al primero absolutamente en la evangelización” (EN 21). No obstante, también nos dice, que “el Evangelio proclamado por el testimonio de vida deberá ser, tarde o temprano, proclamado por la palabra de vida. No hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios” (EN 22).
Se trata, por tanto, de presencia (estar donde está la gente), participación (en todo lo bueno y noble), solidaridad (con sus alegrías y tristezas) y anuncio explícito (dar razón de la fuente de nuestra fe, esperanza y caridad).
En concreto, todo esto se debe expresar, con estas o parecidas actitudes:
- Amar a las personas, sin condiciones
- Escuchar e interesarse por el otro (sus inquietudes y necesidades).
- Confiar, siempre, que Dios actúa en ti y en el
- Ser amable y benevolente, valorando lo
- Mantener la calma ante el posible
- Dialogar sobre cuestiones de interés: abrir el corazón al
- Construir una relación
- Rezar por las
- Invitar al otro, a que te acompañe y participe en alguna
- Compartir aquello que mueve tu vida, dar razón de tu
- Predicar el Evangelio: Síntesis de la Historia de la Salvación.
- Evitar juzgar al otro, creerte superior, la impaciencia…
Dejemos resonar en nosotros aquellas palabras que el Señor dijo a San Pablo cuando, ante las dificultades, se quería marchar de Corinto: «No tengas miedo, sigue hablando y no calles; porque yo estoy contigo y nadie te pondrá la mano encima para hacerte mal, pues tengo yo un pueblo numeroso en esta ciudad» (Hech. 18,9-10).
UN DEBER Y UNA NECESIDAD PERSONAL
«¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!»
Jesús mandó a sus discípulos: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc. 16,15) y, también, “id al mundo entero y haced discípulos de todas las naciones…” (Mt. 28,19). En este sentido “ser misionero” es un deber del discípulo. Tenemos que ser misioneros porque Jesús, en quien creemos, a quien amamos y a quien seguimos, así nos lo pide. Jesús llama a todos sus discípulos a participar de su misión, a “ser misioneros”. Nadie que sea buen discípulo suyo pue- de quedarse de brazos cruzados. “Ningún creyente en Cris- to, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos” (RMi. 3).
San Pablo nos ha dejado, como testimonio personal, el sentido de este mandato evangelizador: «El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y,
¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si yo lo hiciera por mi pro- pio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero, si lo hago a pesar mío, es que me han encargado este oficio. Entonces, ¿cuál es la paga? Precisamente dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde» (1Cor. 9, 16-18).
San Pablo es consciente de que no predica el Evangelio por una decisión personal, como si fuera algo propio a lo que tiene derecho, sino que la iniciativa viene del Señor que es quien le envía. Por eso, no puede presumir y gloriarse en lo que hace, ni aspira a recibir beneficios por ello. La paga es la predicación misma del Evangelio. Cuando dice, “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!”, predica porque le “han encargado este oficio”, él no lo entiende como quien está bajo amenaza, por una imposición exterior, sino en la línea de aquellas palabras del profeta Jeremías: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido” (Jer. 20,7).
A veces, el mandato misionero de Jesús, equivocadamente, se entiende en la clave del positivismo jurídico, es decir, separado de su sentido teológico. Como si el deber de “ser misione ros” fuera un añadido a la condición de “discípulos”, una sobrecarga que se añade a nuestros deberes de seguidores de Jesucristo. Pero no es así, porque el “ser misionero” es inherente al “ser discípulo”. Como decía San Pablo VI: “El que ha sido evangelizado evangeliza a su vez. He ahí la prueba de la verdad, la piedra de toque de la evangelización: es impensable que un hombre haya acogido la Palabra y se haya entrega- do al reino sin convertirse en alguien que a su vez da testimonio y anuncia” (EN 24). Dicho de otro modo, si un cristiano no es misionero, si no anuncia a Jesucristo a otros, hay que poner en duda la calidad de su condición de discípulo. “Ser misionero” es la prueba de la verdad de la madurez cristiana.
“Es impensable”, decía San Pablo VI. Esto es lo que se verifica en el texto de la primera carta de San Juan, que citamos anteriormente: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos”. El autor de la carta, al final del párrafo elegido, dice expresamente: “Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo” (1Jn. 1,4). Para quien ha conocido y creído en Jesucristo, anunciarlo es una necesidad vital, un fuego interior que no se puede aplacar sino con el anuncio de Jesucristo. El no hacerlo es un obstáculo para ser feliz y tener alegría completa. Es como la experiencia del profeta Jeremías: “Yo decía: No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre. Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajada por ahogarlo, no podía” (Jer. 20,9).
Este fuego interior proviene del conocimiento y seguimien to de Jesús, que nos comunica y hace partícipes de sus mismos sentimientos de amor a todos y de preocupación por la salvación de todos. Es el mismo amor que Dios tiene por la humanidad el que se agita en nuestro interior, “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom. 5,5).
Por eso, “ser misionero” es una necesidad que brota del corazón del discípulo. Como afirmó Juan Pablo II: “La misión, además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros” (RMi. 11). Esto quiere decir que el ser misionero viene motivado por la respuesta de amor agradecido que el discípulo da a Jesucristo. Esta respuesta que es consecuencia-exigencia del amor de Dios que ha sido derramado en el corazón del cristiano (cf. Rom. 5,5) y que lo impulsa interiormente a amar a los hombres como Dios los ama.
Un amor que se hace efectivo trabajando para que todos y todo sea conducido hacia Dios. Así se comprende que San Pablo diga: “Ay de mí si no predicase el Evangelio” (1Cor. 9,16). No porque tenga miedo a un castigo —si no predica— sino en la línea de “el amor de Cristo nos apremia” (2Cor. 5,14) y de las citadas palabras de San Juan, “os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo” (cf. 1Jn. 1,1-4). Uno y otro dan a entender que su vida no es plena si no anuncian a Jesucristo.
SER MISIONERO ES AMAR PRIMERO
En el misionero lo primero es amar. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (Rom. 5,5), y este es el fuego interior que nos impulsa a compartir nuestra fe con los demás. No se puede anunciar el Evangelio a quien no se ama. “La obra de la evangelización supone, en el evangelizador, un amor fraternal siempre creciente hacia aquellos a los que evangeliza” (EN 79).
Sin amor a las personas, el anuncio de Jesucristo se queda en propaganda ideológica que, más que ofrecer la salvación, busca captar adeptos para “engrosar” el número de “los nuestros”. Como dice San Pablo cualquier cosa que haga, por muy grande que sea, “si no tengo amor”, no soy nada y de nada me sirve.
Decía el San Juan Pablo II: “El amor es la fuerza de la misión, y es también el único criterio según el cual todo debe hacerse y no hacerse, cambiarse y no cambiarse. Es el prin cipio que debe dirigir toda acción y el fin al que debe tender. Actuando con caridad o inspirados por la caridad, nada es disconforme y todo es bueno” (RMi. 60).
Ser misionero es reproducir los mismos sentimientos de Dios, manifestados en el comportamiento de Jesús, en relación con las personas que no le conocen o incluso le rechazan. Jesús vino a salvar a los que estaban perdidos. “Él nos amó primero” (1Jn. 4,19). Dios no esperó a que creyéramos en Él y fuéramos buenos para salir al encuentro del hombre y ofrecerle su amistad y salvación. A través del profeta Isaías, Dios mismo declara: “Me he hecho encontradizo de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban. Dije: ‘Aquí estoy, aquí estoy’ a gente que no invocaba mi nombre. Alargué mis manos todo el día hacia un pueblo rebelde que sigue un camino equivocado en pos de sus pensamientos» (Is. 65,1-2). Y San Pablo nos recuerda que, “la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rom. 5,8).
No se puede evangelizar a quien no se ama. El Concilio Vaticano II nos enseña que, “la presencia de los fie- les cristianos en los grupos humanos ha de estar animada por la caridad con que Dios nos amó, que quiere que también nosotros nos amemos unos a otros. En efecto, la caridad cristiana se extiende a todos sin distinción de raza, condición social o religión; no espera lucro o agradecimiento alguno; pues como Dios nos amó con amor gratuito, así los fieles han de vivir preocupados por el hombre mismo, amándolo con el mismo sentimiento con que Dios lo buscó” (AG 12).
A la hora de concretar en qué consiste este amor apostólico, San Juan Pablo II nos indicó: “El misionero se mueve a im pulsos del ‘celo por las almas’, que se inspira en la caridad misma de Cristo y que está hecha de atención, ternura, compasión, acogida, disponibilidad, interés por los problemas de la gente. El amor de Jesús es muy profundo: él, que ‘conocía lo que hay en el hombre’, amaba a todos ofreciéndoles la redención, y sufría cuando ésta era rechazada” (RMi. 89).
Por su parte, San Pablo VI, explicaba las características de este amor misionero:
“¿De qué amor se trata? Mucho más que el de un pedagogo; es el amor de un padre; más aún, el de una madre. Tal es el amor que el Señor espera de cada predicador del Evangelio, de cada constructor de la Iglesia. Un signo de amor será el deseo de ofrecer la verdad y conducir a la unidad. Un signo de amor será igualmente dedicarse sin reservas y sin mirar atrás al anuncio de Jesucristo” (EN. 79).
Y añadía otros signos de este amor como, el respeto a la situación religiosa y espiritual de la persona, el respeto a su ritmo, a su conciencia y convicciones, que no hay que atropellar. Además, añade, este amor cuida no herir con afirmaciones que pueden ser claras para los iniciados, pero que pueden ser causa de perturbación en los débiles en la fe, etc. (cf. EN 79).
PECULIARIDAD DE LA MISIÓN EVANGELIZADORA:
NI PROSELITISMO, NI INDIFERENCIA
La misión, en analogía con la revelación, es un diálogo. Ofrecemos una realidad: Dios mismo, a la libertad de un ser humano (hombre o mujer), que cuando lo acoge acontece la salvación en su vida. El que realiza la misión es “un enviado” (un mandado), por tanto, no controla el proceso: ni el don que ofrece, ni el destinatario del mismo.
“La evangelización antes de ser anuncio es discipulado. Es aprendizaje obediente vivido a los pies del Señor… Es ejercicio de escucha que procura estar cada vez más abierto y disponible para recibir la Palabra… Evangelizar es, por tanto, una misión reci bida y no una decisión autosuficiente tomada por uno mismo”
(CLARA BINGEMER – Teóloga Brasileña)
Esto descoloca a la persona, que por naturaleza tiende a ser protagonista y le gusta ver la relación “causa-efecto” en todo lo que hace, pues, por un lado, tiene que ofrecer algo que no parte de él y ni siquiera decide cuando tiene que darlo; por otra parte, no puede obligar al destinatario a acoger lo que le ofrece y, aunque lo hiciera, no serviría de nada, porque, hace falta que el otro lo “asuma” libre, consciente y responsablemente, de lo contrario no acontece la salvación.
Perseverar en un trabajo de este tipo exige unas actitudes y planteamientos personales acordes con la naturaleza del asunto. De lo contrario se desvirtúa e incluso se adultera el sentido mismo de la misión (sus motivaciones y finalidad).
La situación del apóstol, como lo fue la de los profetas y la del propio Jesucristo, es siempre la de alguien “empujado- impulsado” hacia unas personas que por lo general no desean lo que se les ofrece porque contradice sus “seguridades” y, en cualquier caso, siempre va más allá de sus expectativas. Estamos al centro mismo de aquella dinámica de “vino la luz al mundo y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz…” (Jn. 3,19).
“Empujado” por un lado y “rechazado” por el otro, el EVANGELIZADOR que se precie de tal y quiera perseverar “firme en su propósito”, consciente de que la misión no es iniciativa suya, no pude menos que “obedecer el empujón”:
«Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y a muertos, por su manifestación y por su reino: Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus propios deseos y de lo que les gusta oír; y, apartando el oído de la verdad, se volverán a las fábulas. Pero tú sé sobrio en todo, soporta los padecimientos, cumple tu tarea de evangelizador, desempeña tu ministerio» (2Tim 4,1-4).
Pero, además, es necesario combinar este mandato con un exquisito respeto a la libertad del destinatario, con una amoroso y desinteresado de ofrecerle “algo bueno” para su existencia… y todo esto –seguramente- como quien está “ofreciendo agua a un burro que no tiene sed” y por tanto exponiéndose a que “le responda con una patada”.
POR ESO, HAY QUE ASUMIR LAS TRES CLAVES DE LA
EVANGELIZACIÓN:
- CONOCER Y AMAR (llevar dentro) lo que doy a los demás (a Jesucristo y el Reino por El anunciado), sabiendo y asumiendo porque tengo que “Lo que hemos visto y oído, lo que hemos tocado y palpado…”
- CONOCER Y AMAR A QUIÉN SE LO DOY Y PARA QUÉ SE LO DOY: no se debe evangelizar a quien no se ama. “Para que estéis en comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo”
- CONOCER Y AMAR CÓMO SE LO VOY A DAR: No por caminos de poder, sino de pobreza y humildad: “me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso” (1Cor. 2,3); “no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús” (2Cor. 4,5) y “trabajando día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os proclamamos el Evangelio de Dios” (cf. 3,8).
¿De qué «madera» ha de estar hecho el apóstol para afrontar semejante situación? Si “dimite” (di-misión opues to misión) para no tener problemas, se le echa Dios encima, como le pasó a Jonás. Si persevera en la misión es la gente la que se le puede echar encima, o por lo menos experimenta la indiferencia y en último término entra en crisis el sentido de su vida. ¿Qué necesita una persona para sobrellevar una situación así? ¿Se arregla poniendo más voluntad, más formación, más medios?
COMO NOS RECUERDA SAN JUAN PABLO II, en RMi. 90:
“No basta renovar los métodos pastorales, ni organizar y coordinar mejor las fuerzas eclesiales, ni explorar con mayor agudeza los fundamentos bíblicos y teológicos de la fe: es necesario suscitar un nuevo «anhelo de santidad» entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana, particularmente entre aquellos que son los colaboradores más íntimos de los misioneros. Pensemos, queridos hermanos y hermanas, en el empuje misionero de las primeras comunidades cristianas. A pesar de la escasez de medios de transporte y de comunicación de entonces, el anuncio evangélico llegó en breve tiempo a los confines del mundo. Y se trataba de la religión del hijo del hombre muerto en cruz, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1Co 1, 23). En la base de este dinamismo misionero estaba la santidad de los primeros cristianos y de las primeras comunidades”.
Como es evidente, sólo quien vive la verdad de su vocación cristiana en todas sus dimensiones está capacitado para un asunto de esta naturaleza: “Recibiréis fuerza del Espíritu Santo para ser mis testigos” (Hec. 1,8). “Los eligió para que estuvieran con El y enviarlos a predicar con el poder de expulsar demonios” (Mc. 3,14-15).
Todo ello, nos lleva a tener conciencia de que somos instrumentos de Cristo, «porque es Dios quien activa en vosotros el querer y el obrar para realizar su designio de amor» (Filp. 2,13). La misión apostólica es una “mediación salvífica”. No se trata, por tanto, de una capacitación profesional, de algo que se aprende y ya te queda un bagaje o capacitación para “hacer cosas”. Para ser “mediación salvífica” es necesario estar en “contacto permanente” con la realidad que se transmite, porque -en último término- con “la misión” no se dan informaciones, sino que ponemos al otro en relación vital con aquella «Vida que estaba en Dios y se nos manifestó» (cf. 1Jn 1,1ss)
CONCLUSIÓN
“LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG 1).
Así comienza la Evangelii gaudium, con la que el Papa Fran- cisco afronta el tema del anuncio del Evangelio en el mundo de hoy. Es un llamamiento a todos los bautizados, cualquiera que sea su vocación y condición en la Iglesia, para que lleven a los demás el amor de Jesús en un “estado permanente de misión”, venciendo “el gran riesgo del mundo ac tual” de caer en “una tristeza individualista”.
Superar el individualismo y preocuparnos por los demás. Recordemos las palabras del Concilio Vaticano II, en APOSTOLICAM ACTUOSITATEM:
“La Iglesia ha nacido con el fin de que, por la propagación del Reino de Cristo en toda la tierra, para gloria de Dios Padre, todos los hombres sean partícipes de la redención salvadora, y por su medio se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo. Toda la actividad del Cuerpo Místico, dirigida a este fin, se llama apostolado, que ejerce la Iglesia por todos sus miembros y de diversas mane- ras; porque la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado.
Como en la complexión de un cuerpo vivo ningún miembro se comporta de una forma meramente pasiva, sino que participa también en la actividad y en la vida del cuerpo, así en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, “todo el cuerpo crece según la operación propia, de cada uno de sus miembros” (Ef., 4,16). Y, por cierto, es tanta la conexión y trabazón de los miembros de este cuerpo, que el miembro que no contribuye, según su propia capacidad, al crecimiento del cuerpo deber ser considerado inútil para la Iglesia y para sí mismo” (AA 2).
Como nos dice el Papa Francisco: “Un misionero entregado experimenta el gusto de ser un manantial, que desborda y re- fresca a los demás. Sólo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad de los otros. Esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque «hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35). Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio” (EG. 272).
Oremos unos por los otros, como pedía San Pablo a los cristianos de Tesalónica, «para que la palabra del Señor siga avanzan- do y sea glorificada, como lo fue entre vosotros» (2Tes. 3, 1).
Es lo que deseo de todo corazón.