En la Iglesia Católica se celebra hoy la “93ª Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado”. Aunque circunscrita al ámbito eclesiástico y orientada directamente a la acogida humana y a la atención pastoral de los inmigrantes católicos, esta Jornada tiene una gran proyección social pues se educa y exhorta a los fieles en la acogida y el amor a los inmigrantes (sean o nos cristianos); asimismo se realiza una colecta en todas las iglesias para ayudarles en sus necesidades a través de la obras sociales de la Iglesia. Colecta a la que invito a todos a contribuir con generosidad, bien directamente en las misas de este domingo o en cualquier otro momento entregando un donativo a Cáritas con esa finalidad.
Para la Jornada, cada año se toma un tema diferente. En esta ocasión el Papa Benedicto XVI ha elegido “La familia Migrante” y ha escrito un Mensaje en el que pone de manifiesto la influencia (en muchos casos negativa) que la migración tiene sobre la familia y con una abierta denuncia del tráfico de seres humanos y el riesgo —cada vez más real— de la implicación de mujeres y niños en la explotación sexual como mecanismo de supervivencia. Asimismo, los obispos de la Comisión Episcopal de Migraciones de España han preparado también un mensaje, en consonancia con el del Papa, titulado “44 millones de personas: una sola familia“, en clara referencia al censo de la población española, del cual casi cinco millones son inmigrantes, y que es una llamada a prestar mayor atención al fenómeno de las migraciones y, muy especialmente, a tomar conciencia de la situación personal, familiar, social y religiosa de las personas emigrantes. Ambos mensajes, que pueden encontrarse en la página WEB de la Conferencia Episcopal Española
Por mi parte, con este breve artículo y otro anterior que se hizo público esta semana, también he querido aportar a todos (católicos o no) algunas consideraciones y criterios que nos ayuden a pensar y a tomar posturas positivas hacia este fenómeno de la inmigración que, queramos o no, supone una nueva configuración de la sociedad y de la Iglesia, en toda España y de un modo peculiar en Canarias.
En los últimos años nuestras islas se han convertido es tierra de inmigración, son miles las personas que, provenientes de la península y del extranjero, trabajan y viven entre nosotros. Un caso paradigmático lo constituye el municipio de Arona que en mayo de 2006 contaba con 76.386 habitantes. De estos 44.559 son españoles (no poseo el dato de cuantos son canarios, pero seguramente un alto porcentaje son de la península); los restantes 31.827 son extranjeros (de 124 países): 16.791 de los países occidentales de la Unión Europea, 8.012 de América Latina, 2.637 de África y el resto (4.387) de Europa del Este y Asia. Esto, en proporciones diferentes, es aplicable a otros muchos lugares de nuestro archipiélago.
Esta presencia de inmigrantes, que hasta hace poco tiempo pasaba desapercibida en la conciencia y en la percepción social de los canarios, se ha convertido en uno de los fenómenos más relevantes de nuestra sociedad. En la calle, en los medios de comunicación y en el debate político la inmigración es objeto de una especial atención y preocupación. A ello ha contribuido el drama inhumano de la masiva llegada de africanos a nuestras costas. Éstos, aunque en su inmensa mayoría son desplazados de las islas hacia la península o devueltos a sus países de origen, nos han despertado la conciencia sobre la situación de millones de personas que se movilizan, nunca mejor dicho, “contra viento y marea”, incluso con riesgo de sus vidas, en busca de un futuro mejor para sus familias. Como lo hicieron nuestros padres y abuelos cuando se lanzaron hacia América y que con su esfuerzo consiguieron una buena parte del bienestar que hoy disfrutamos en Canarias.
La inmigración entre nosotros es un hecho y eso tiene repercusiones (a nivel sociológico, cultural y religioso) que no podemos pasar por alto. Es necesario afrontar la cuestión en términos que van más allá de la simple acogida humanitaria de urgencia y de la “colocación laboral”, como si la situación de las personas quedara resuelta con unos mínimos de supervivencia. Sobre todo, hace falta quitarse de la cabeza la idea de que los inmigrantes “son un problema” o que vienen a crearnos problemas. Con su trabajo y con sus valores culturales están contribuyendo al progreso de nuestra tierra y pueden hacerlo mucho más si ellos y nosotros somos capaces de llegar a una convivencia estable sin recelos mutuos. No es fácil para ninguna de las dos partes, pues hay que pasar de una mentalidad de “acogida” a una de “integración”, por la cual el extranjero se convierte en ciudadano de pleno derecho y con los deberes correspondientes, aunque tenga un origen, raza, cultura o religión diferente.
Para avanzar en este cambio de mentalidad es muy importante ofrecer a todos los niveles de la sociedad elementos de reflexión para una comprensión cabal del fenómeno de las migraciones humanas, en los que se tengan en cuenta sus causas, las implicaciones que tienen en la vida de las personas y los efectos económicos, sociales y culturales, tanto para los países de origen como los receptores. Asimismo, hay que denunciar constantemente, pública y judicialmente, a los desaprensivos que explotan a los emigrantes antes de salir de sus respectivos países, en el camino o en la llegada al nuestro.
En este “Día del Emigrante”, con palabras del Mensaje de los Obispos, “a nuestros hermanos inmigrantes y a sus familias agradecemos su valiosa aportación a nuestra sociedad, a nuestra Iglesia y a tantas personas como atienden en su enfermedad, en su ancianidad o en sus necesidades, colaborando, incluso en la educación de la familia con la que trabajan. Les animamos a que cuanto antes se sientan entre nosotros como en su propia casa, en su familia, para que, con la ayuda del Señor y en el respeto mutuo, construyamos entre todos una sociedad más justa, solidaria y pacífica y mostremos al mundo una comunidad cristiana de hijos de Dios y de hermanos, unidos por encima de toda diferencia de origen, cultura, raza, religión o nación”.
† Bernardo Álvarez Afonso
Obispo Nivariense