¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN!
— Trascripción de la homilía, pronuncia de viva voz, por el Obispo de la Diócesis—
— Vigilia Pascual de 2006 —
Feliz Pascua de Resurrección, hermanas y hermanos. Si, felicidades porque Cristo ha triunfado sobre la muerte y vive y reina para siempre. Él, muriendo, destruyó nuestra muerte, resucitando, restauró nuestra vida, y de eso somos partícipes nosotros. Felicidades. Feliz Pascua, a los que estamos aquí en la Catedral y a quienes, en nuestra Diócesis, nos siguen a través de Popular Televisión y, en toda España, a través de Radio María.
Cuando una madre está esperando un hijo, prepara todo para que cuando el niño nazca tenga todas las cosas a punto, la ropita, la cuna… Luego, cuando el niño va creciendo, desarrollándose, cuida de él, y si se le enferma enseguida está atenta a buscar el remedio, porque no quiere que su hijo sufra, sino que crezca sano y sea feliz. Así ocurre en nuestra vida familiar y así se ha comportado Dios con la humanidad entera.
Hemos escuchado en la primera lectura de esta Noche Santa ese magnífico relato del libro del Génesis donde, cual si fuera una madre preparando la canastilla, nos presenta a Dios creando el cielo, la tierra, la luz, las aguas, los peces, los animales, las hierbas… y al final “hagamos al hombre” y lo pone todo en sus manos. ¡Que hermosa lectura ésta, leída en la noche de la Vigilia Pascual!, para luego mañana salir nosotros a nuestros campos, en plena primavera floreciente, y contemplarlo todo tal como lo describe el texto… Encima ayer nos volvió a nevar en el Teide. ¡Que magníficas son tus obras, Señor! En definitiva, la misma naturaleza nos invita a contemplar, admirar y agradecer a Dios la vida y cómo lo ha dispuesto todo para que podamos vivir y ser felices.
Pero la historia del amor de Dios con nosotros, la historia de la humanidad, no es sólo la historia de esa ternura de Dios para con todos manifestada en la naturaleza, sino que, también, cuando la humanidad se enfermó, Dios procuró su salvación. Hemos escuchado, en la segunda lectura, como el pueblo de Israel estaba esclavizado, sometido a la opresión… y ahí está Dios, salvando, liberando, sacando al pueblo de la esclavitud milagrosamente a través del paso del Mar Rojo. “Paso”, de ahí viene la palabra Pascua: “pasar”. Pasar de la esclavitud a la libertad, pasar de la tristeza a la alegría, pasar del pecado a la Gracia, pasar de la muerte a la vida. Pascua, así la vivió, así la experimentó el pueblo de Israel aquella pascua de la liberación de Egipto.
Y a pesar de ese mimo y esa atención de Dios, como una madre para con su hijo, el pueblo de Israel se empeñaba siempre en vivir a su modo, se olvidaba de Dios. Sin embargo Dios no los abandonó, como muy bien decimos en la liturgia: “Cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que tendiste la mano a todos para que te encuentre el que te busque; por los profetas le fuiste anunciando la esperanza de la salvación” (Plegaria Eucarística IV). Hemos escuchado dos lecturas proféticas magníficas: una de Isaías y otra de Ezequiel. En la primera, Dios invita a que bebamos de lo que Él nos ofrece, gratuitamente: “Venid, bebed de balde”; y hemos cantando en el salmo: “sacaréis aguas con gozo de la fuente de la salvación”. Esa fuente que para nosotros, hoy, es Cristo; esa fuente de la que estamos todos llamados a beber: la fuente de la Gracia; esa fuente que mana del costado abierto de Cristo, atravesado por la lanza del soldado, que contemplábamos en la celebración del Viernes Santo. Cristo es el manantial de la Gracia que anunciaron los profetas. Él es la fuerza que resucita, la fuerza que da la vida… También, en esa lectura de Isaías se nos decía algo muy importante: “así como la lluvia baja del cielo y no vuelve allá otra vez hasta que no empape la tierra y la haga producir fruto y germinar, así es mi Palabra que no vuelve a mí vacía, sino que producirá fruto”. ¿Saben ustedes de que se está hablando en esta lectura? Se está anunciando a Jesucristo, porque Jesucristo es la Palabra de Dios que se ha encarnado, que ha penetrado en la historia humana y ha producido fruto abundante; no ha vuelto vacía a Dios, sino que muriendo destruyó nuestra muerte, el pecado, el mal…, resucitando nos dio nueva vida. Cristo es la palabra que Dios había prometido, esa palabra que empapa la tierra y que la transforma y la hace producir fruto abundante, ese fruto que somos nosotros los que hemos conocido y creído en Jesucristo.
Con Ezequiel hemos escuchado, en otra hermosa lectura, una promesa: “Derramaré sobre vosotros un agua pura, que os purificará, que os cambiará ese corazón de piedra y os dará un corazón nuevo, un espíritu nuevo”. Esa es la promesa que Dios hace en Ezequiel para aquel pueblo, siempre de dura cerviz y que una y otra vez endurecía su corazón. Como nos pasa a nosotros que, a pesar de que hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene, nos empeñamos en vivir a nuestro antojo. Sin embargo, ahí está Dios, siempre preocupado por nuestra salud, prometiéndonos un corazón y un espíritu nuevo. Esa promesa se ha cumplido en Jesucristo, puesto que ese corazón puro, ese corazón nuevo se nos ha dado a todos en el bautismo. Esa agua pura que -decía Ezequiel- se derramará sobre nosotros y es el agua viva de la gracia de Dios que hemos recibido con el agua de nuestro bautismo. Allí, el día que fuimos bautizados, bebimos de la fuente de la salvación, allí se derramó sobre nosotros el agua pura que es ni más ni menos que el Espíritu Santo (cf. Jn. 7, 37-39), allí se nos dio un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Allí se nos dio la fe, la esperanza y la caridad que hoy disfrutamos y que constituyen la esencia de nuestra vida cristiana.
Al hablar del bautismo me estoy refiriendo ya a las lecturas que hemos escuchado del Nuevo Testamento. En ellas se nos relata el cumplimiento de lo que anunciaron los profetas, pero con una plenitud y alcance que ellos jamás soñaron. En la epístola, San Pablo proclama lo que la obra de Cristo –su vida, muerte y resurrección- ha significado para toda la humanidad. El Evangelio, por su parte, nos ha dado la Buena Noticia de la resurrección del Señor. Fíjense ustedes… las mujeres llevaban aromas, perfumes…, como nosotros cuando vamos al cementerio, que llevamos nuestros ramos de flores para, de alguna manera, expresar nuestro afecto a nuestros difuntos…, ellas igual. Como el cuerpo de Jesús se había enterrado precipitadamente, pues comenzaba a anochecer y empezaba el sábado, que era el día de descanso, no podían visitar la tumba hasta pasado el día de fiesta. Y aquí las tenemos. “Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamarle. Y muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, van al sepulcro”. Iban preocupadas: ¿Quién nos rodará la piedra del sepulcro, con lo pesada que es? Y cuando llegan, se encuentran con que la piedra está corrida y no hay nadie, el sepulcro está vacío…. y en esto ven a un joven vestido de blanco que les dice: “No se asusten. ¿Buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado?; no está aquí, ha resucitado”. ¡Ha resucitado! Este es el grito de triunfo, de gloria, de la Iglesia durante toda la historia. De hecho, nuestra vida no se explicaría, no tendría sentido absolutamente ninguno, si no fuera por el hecho de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Este es el acontecimiento central de nuestra fe, que con gozo celebramos en esta Vigilia Pascual y que continuaremos celebrando durante cincuenta días, hasta Pentecostés.
Pero, ¡atención hermanos!, ya decía san Agustín en el siglo IV que nosotros en la Pascua del Señor, en la Semana Santa, que culmina con esta Vigilia Pascual, no celebramos simplemente el aniversario o el recuerdo de las cosas del pasado; decía él “celebramos misterios”. ¿Y qué es celebrar un misterio? Celebrar un misterio es participar personalmente de aquello que recordamos. Los ritos que estamos celebrando no tienen, pues, un significado meramente histórico (conmemorar unos hechos) o moral (exhortar a imitarlos), sino que tienen un significado místico, es decir, realizan lo que significan. Aquí acontece lo que recordamos, por eso no podemos situarnos como quien observa algo desde fuera, como simples espectadores u oyentes, como si todo esto no fuera con nosotros. Muy al contrario, tenemos que metemos dentro, ser “actores” y parte interesada. Así beberemos con gozo de la fuente de la salvación.
Si, hermanos, esto es posible porque en virtud de que Cristo vive y vive para siempre, Él es eternamente presente a nosotros, es contemporáneo nuestro, por tanto la palabra que se proclama es su palabra hoy, dirigida a nosotros como fue dirigida a las gentes de aquel tiempo. Y cuando hoy, Él nos comunica el perdón de los pecados a través del sacramento de la reconciliación, es Él quien nos está perdonando; es Él quien bautiza; es Él quien consagra el pan y el vino; es Él quien ordena a los sacerdotes y se hace presente por medio de ellos, como cabeza y pastor de la Iglesia. Celebramos “misterios”, y sobre todo, en la Pascua, celebramos el “gran misterio” que da origen a nuestra existencia como cristianos, la que es común a todos: El gran misterio de ser hijos de Dios. El gran misterio de que, como muy bien nos dice la liturgia de la Iglesia: “si admirablemente creaste al hombre, más admirablemente aún lo redimiste”, porque esta obra de la salvación que Cristo realiza con toda la humanidad, no es sencillamente una reparación de lo que se perdió en el paraíso terrenal, no es un devolvernos lo que habíamos perdido… Hace eso, sí, pero hace algo mucho más grande: nos hace hijos de Dios, nos hace partícipes de la naturaleza divina: “mirad que amor nos ha tenido el Padre, -dice San Juan en su primera carta- llamarnos su hijos, pues lo somos”. Y la segunda carta de San Pedro nos recuerda que por el poder de Cristo resucitado hemos sido hecho partícipes de la naturaleza divina (cf. 2P 1,1-5).
¿Comprenden ahora por qué les decía antes, cuando íbamos a leer la Carta a los Romanos, que esa lectura es el texto más importante que se puede leer en la Iglesia a lo largo de todo el año? Y es cierto, porque en esos párrafos San Pablo proclama con firmeza el significado profundo del acontecimiento de la pasión, muerte y resurrección de Cristo y los efectos de esa pasión, muerte y resurrección sobre nosotros: “Los que por el bautismo nos hemos incorporado a Cristo, hemos sido sepultados con él en la muerte, para juntamente con él resucitar a una vida nueva”. El bautismo, por tanto, ha sido realmente el gran misterio pascual de nuestra existencia cristiana; ahí ha acontecido la Pascua en nuestra vida; ahí hemos pasado de la muerte a la vida; en el bautismo hemos sido constituidos Hijos de Dios.
Cuando los bautismos en la Iglesia antigua se hacían con adultos, se hacían en piscinas; justamente hacían eso que dice San Pablo: “hemos sido sumergidos con Cristo”, sumergidos en la muerte. ¿Por qué? Porque se bautizaba a la gente por inmersión; se metían debajo del agua, había que cerrar los ojos y, lógicamente, dejar de respirar, aunque fuera un minuto, o menos…, pero ese minuto era la muerte, era sepultarse con Cristo; salían por una escalinata por su propio pie y allí estaba el ministro esperándolos con una túnica blanca para expresar la resurrección a la vida nueva que adquirían mediante el baño del bautismo. Una túnica que por cierto, llevaban puesta durante toda la semana hasta la octava de pascua, que todavía hoy se llama “domingo in albis, domingo en blanco”.
El bautismo, hermanos, no es por tanto un rito puramente simbólico, sino que acontece la liberación del ser humano y la elevación a la condición de hijo de Dios. Por el bautismo, realmente hemos nacido de nuevo, hemos nacido de Dios. Aquel mismo poder que las aguas del mar Rojo tuvieron para destruir a los enemigos del pueblo de Israel, ese mismo poder tienen ahora las aguas del Bautismo para alejar de nosotros el pecado y darnos vida nueva.
Cuando San Pablo dice que “estamos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” y, en consecuencia nos dice que “andemos en una vida nueva”, nos está diciendo algo muy importante. Algo que es central y de gran significado para los que estamos aquí esta noche, que fuimos bautizados hace ya bastantes años pero que ahora hemos de reavivar la conciencia de lo que somos y renovar, a continuación, dentro de un momento, justamente ese sumergirnos con Cristo en la muerte; ese morir al pecado para vivir en la libertad de los Hijos de Dios. Y así es como la Pascua entonces se renueva también en nosotros.
El misterio de la Pascua que aconteció en el bautismo, vuelve a acontecer ahora por la celebración de los sacramentos pascuales. Hemos celebrado ya algunos, como el sacramento de la Reconciliación o como el sacramento de la Eucaristía el Jueves Santo. Y, ahora, esta noche, renovando nuestro bautismo, actualizamos nuestra voluntad profunda de morir al pecado y vivir para Dios. Es así como la Pascua de verdad acontece en nuestra vida. Fijaos, San Pablo dice “morir al pecado”, que es la parte que nos toca a nosotros, y habla de otra: una “vida nueva”. Esa es la parte que le toca a Dios, esa es la obra de Dios en nosotros, la obra de su Gracia. Es así como se reaviva en nosotros toda la gracia, toda la fuerza de la vida de Dios que recibimos en el bautismo, y que, a veces, a causa de nuestros pecados, no pude desplegar toda su vitalidad en nuestra vida de hombres nuevos.
La parte nuestra, lo que tenemos que hacer nosotros, ese morir al pecado, ¿qué significa? ¿que seamos impecables?, no, sino expresar nuestra voluntad de no volver a pecar, poner de nuestra mano todo lo necesario para no caer en el pecado, expresar interiormente nuestra voluntad de apartarnos de toda maldad, porque algunas veces tenemos querencia hacia el pecado, tenemos como cierta –digamos- solidaridad o connivencia con el pecado. Nosotros lo que expresamos justamente en esas expresiones de “¿Renuncias a…?, es nuestra voluntad de decir “no quiero saber nada con esto sobre lo que se me pregunta”. Puede ser que alguna vez el pecado me atrape, pero la vida en Cristo en mí es más fuerte que el pecado; mi condición de hijo de Dios es irreversible; por eso siempre puedo volver hacia él, pedirle que me perdone, que me sane; reconozco abiertamente que el pecado me está haciendo daño, me está envenenando y conduciendo a la muerte, por eso no lo quiero, lo rechazo, no quiero tener cuentas con el mal. Eso es morir al pecado, expresar nuestra firme voluntad, nuestro firme deseo de alejar el pecado de nuestra vida.
Para todo esto hemos estado preparándonos a lo largo de la Cuaresma. Las penitencias, el ayuno, la oración, la charlas cuaresmales, los vía crucis y tantas otras cosas que hemos hecho en esta cuaresma, ¿para qué?. Pues, para esto, para renovar nuestra fidelidad a Dios y crecer cada vez más en la fe, hasta llegar a ser en plenitud hijos de Dios. Queremos ser existencialmente en la vida de cada día lo que somos por el bautismo, Hijos de Dios. Por eso decimos: renuncio al pecado para vivir en la libertad de los Hijos de Dios. Y por eso decimos con mayor amor y entusiasmo: “Creo en Dios… creo en Jesucristo… creo en el Espíritu Santo”
Esta es la mayor relevancia que adquiere la Vigilia Pascual, ese momento que vamos a vivir ahora, porque contemplamos y acogemos todo lo que Cristo ha hecho. ¿Para quién lo ha hecho? para mí, para ti, para nosotros y para nuestra salvación. Pues, bebamos de él, acerquémonos a la fuente de la salvación, para que nos inunde con su Gracia, para que nos llene de esa vida nueva que Él nos trae, para que nos ilumine con su Luz, representada en el Cirio Pascual, con el que hemos iniciado nuestra celebración esta noche. Renovemos, sí, nuestra fe bautismal y Cristo cumplirá su palabra: “Os daré un espíritu nuevo, os daré un corazón nuevo, os infundiré mi espíritu, haré que caminéis según mis preceptos”. Esa es la obra de Dios, esa es la obra que el Señor hace esta noche con nosotros; así, por la Gracia que el Señor nos comunica en sus sacramentos, participamos de la Pascua del Señor y, de este modo, podemos vivir “nuestra pascua personal”. Os invito a que releáis esa lectura de San Pablo, capítulo sexto de la Carta a los Romanos. Releedla y veos metidos allí; en ella se pone de manifiesto lo que Dios hace en nosotros y lo que nosotros debemos hacer para que la acción de Dios en nosotros no se quede en letra muerta, sino que produzca fruto abundante.
¡Feliz pascua!, nos decimos mutuamente. Pero esta felicitación no puede quedarse en una especie de frase hecha, una palabra bonita, como algunas veces nos pasa en Navidad, que de tanto decirlo le hemos quitado el contenido. La Pascua de Resurrección nos la podemos felicitar porque Cristo ha vencido a la muerte. Nuestro Señor ha triunfado sobre la muerte y, por tanto, toda su existencia quedó garantizada de autenticidad. La resurrección de Cristo, en el fondo, es el certificado de autenticidad de toda su existencia. Sabéis que a él lo acusaron de impostor, de falso, de que su doctrina no servía, de que suplantaba a Dios, de amotinador de la gente…, lo acusaron de todo. De hecho, los que lo condenaron a muerte y lo crucificaron, pensaban que tenían razón, puesto que Dios no había intervenido, lo desafiaron incluso: “que baje de la cruz”, y Dios no intervino. Se frotaban las manos “teníamos razón”. Quizá hasta entonces les quedaba alguna duda: “¿será, no será…?”. Por allí un soldado dijo: “realmente este era el Hijo de Dios”, pero ellos estaban expectantes y cuando ven que efectivamente se muere y lo entierran dicen: “hemos ganado, teníamos razón, ¿por qué no intervino Dios, su Padre, si es que era su Padre y tanto lo quiere?”. Si no ha intervenido es porque Dios también rechaza a este impostor.
Sin embargo, Dios sí intervino, sí. Intervino en la pasión dando a su hijo paciencia, fortaleza, perseverancia…, ahora interviene resucitándolo de entre los muertos, certificando así que era de verdad su Hijo, mostrando a todos que tenía razón, que su mensaje es el mensaje de la vida, que su palabra es la palabra que salva. El Padre certificó con la resurrección que realmente Jesús de Nazaret era su Hijo amado que por obra del Espíritu Santo se hizo hombre naciendo de la Virgen María.
Virgen María, a la que los evangelios no nos dicen si se le apareció Jesús o no se le apareció, no hay apariciones a la Virgen en el Evangelio. Cuando San Ignacio de Loyola invita a meditar la resurrección de Jesús dice: “Primera meditación: la aparición de nuestro Señor a su Madre Santísima” y dice: de esto no dicen nada los evangelios, pero se da por supuesto y hay que meditarlo, o ¿es que ustedes no entienden nada? ¿Por qué los evangelios no ponen la aparición a la Virgen María? Porque los evangelios solo ponen las apariciones de Jesús a aquellos que dudaban, que desconfiaban, que estaban asustados, que no esperaban nada: a los de Emaús, a aquellos que estaban escondidos en la casa por miedo a los judíos, a la Magdalena llorando en el jardín porque le habían robado el cuerpo del Señor… y encima dudan y de poco les sirvieron los ojos de la cara, pues creen ver un fantasma, un caminante cualquiera, un jardinero… No hacía falta que los evangelios certificaran su aparición la Virgen María, porque ella no estaba en esa actitud; ella era la madre de la esperanza, ella confiaba, se fiaba de las palabras de su Hijo: “al tercer día resucitaré”; esperaba silenciosa la resurrección de su Hijo, como la hemos contemplado en el Sábado Santo; por eso, el mejor canto que se puede hacer a la Virgen María es que no presenten los evangelios una aparición como si ella, igual que los demás, fuera una mujer desesperada, desconfiada, dudosa. Es más, con ese silencio, los evangelios nos están mostrando la grandeza de la Virgen María, la madre del Señor, que por la fe esperó y vio cumplidas las promesas que se le habían hecho sobre el Hijo de sus entrañas: “será grande, se llamará Hijo de Dios, su Reino no tendrá fin…
Como a los discípulos, el Señor también se nos aparece a nosotros hoy, ojalá sepamos reconocerle en la Eucaristía, en la Palabra, en las personas que nos rodean cada día, muchas de las cuales nos cuidan, nos quieren… Es el Señor resucitado… el milagro de las vocaciones en la Iglesia, de los misioneros, las misioneras, de las personas que se dedican al cuidado de los enfermos, los ancianos, las madres y padres de familia que, desde la fe luchan y trabajan por sacar su familia adelante, los laicos cristianos que se comprometen en nuestras parroquias, nuestra misma Semana Santa, con toda la gente que mueve, con todo el esfuerzo que se hace. ¿No es todo ello un signo de que Cristo vive en su Iglesia, que alienta desde dentro los corazones de las personas animando nuestra fe? ¿Sería posible todo lo que ha sido y es la Iglesia durante dos mil años, con tantas luchas y conflictos y con tantas circunstancias adversas? ¿Sería posible el testimonio de vida de millones de santos a lo largo de la historia, muchos de ellos mártires? ¿Sería posible que la Iglesia llegara hasta hoy si Cristo no hubiera resucitado? ¿Creen ustedes que predicando a un muerto, a un fracasado se llega a algún sitio?
Yo siempre me he preguntado: ¿qué le hubiera pasado a los discípulos de Emaús si Jesús no se les hubiera aparecido en el camino y les hubiera mostrado que estaba vivo? Volvían a su pueblo y ¿qué iban contando?, iban hablando de Jesús, pero como de un fracasado. Igual nos puede pasar a nosotros, hermanos, si no aprendemos a reconocer al Resucitado en la vida de cada día, a sentirlo cercano y vivo, podemos convertir el cristianismo en una especie de carga pesada, de exigencia, de dureza, de algo muy difícil de vivir y que no sirve para nada… Por eso, pidamos al Señor que nos de la fe de María, la fe que dio a sus discípulos, la fe que ha dado a la Iglesia a lo largo de los tiempos y nos mantenga firmes en la fe de que él vive en medio de nosotros.
Renovemos, por tanto, a continuación, nuestro bautismo para que la Pascua se actualice en nosotros, para que ese misterio de muerte y vida, de pasar de la muerte a la vida, del pecado a la Gracia, de la esclavitud a la libertad, acontezca en cada uno de nosotros. Es un acto muy importante éste, tan importante como luego comulgar en la Eucaristía: Renovar nuestra fe. ¿Renuncias? Sí, ¿Crees? Sí. Pero de corazón, con un corazón cada vez más libre, cada vez más dispuesto, más consciente, y más responsable.
Así, como los Apóstoles, podremos proclamar la resurrección del Señor no sólo con las palabras sino, sobre todo, con una vida de “hombres nuevos”, en la que se transparenta la vida de Cristo en nosotros, una vida que es posible porque el propio Cristo nos ha rescatado del poder del pecado y de la muerte, para que podamos andar en una vida nueva.
¡Feliz Pascua! Felicidades, sí, porque todo esto es posible en cada uno de nosotros, a pesar de que somos frágiles criaturas.
† Bernardo Álvarez Afonso
Obispo Nivariense